«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

La revista británica Sight and Sound se publica desde 1932 y, desde entonces, se ha empeñado en crear un canon a partir de sus célebres encuestas que tienen lugar cada diez años. Historiadores y críticos ven estas listas como referenciales. Algunos como Roger Ebert la ven como las únicas que hay que tomar seriamente. Otros como el crítico Raymond Durgnant no se lo toman en serio y la acusan de esnob, parcializada, puritana y elitista. 

Una de las características más notables de esta revista es que reseña todo tipo de filmes y no se concentra en los comerciales como lo hacen otras publicaciones. Es, además, la única que ofrece una sinopsis pormenorizada, escena por escena, de los principales estrenos. 

La conocida encuesta es de carácter decenal. Hasta 1992 las listas incluían los votos de directores y críticos. Desde ese mismo año se crea otra lista en la que sólo se presentan los títulos favoritos de los realizadores. 

Los resultados son eclécticos: en la encuesta de 2002, por ejemplo, 2045 filmes diferentes recibieron al menos una mención de alguno de los 846 críticos invitados. En 2012 se impuso una regla: títulos que son parte de una saga hay que separarlos. Por dar un ejemplo, cada título de The Godfather es considerado de manera individual para la votación. Pero el punto de giro más importante fue ese mismo 2012, año en el que se amplió la procedencia geográfica de los encuestados, todo con el fin de lograr una apertura participativa en lo referente a género, etnia, raza, región geográfica y estatus social. 

La primera encuesta, realizada en 1952, tuvo como ganadora a Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica. Chaplin tiene dos títulos en el top 10. Tres títulos empatan en el décimo lugar. Lo más raro es que no aparece Ciudadano Kane (1942) que es la que va a dominar en las siguientes encuestas. 

A continuación, las encuestas desglosadas en 10 títulos por década. Es preciso aclarar que la lista de Sight and Sound llegaba a los 100 títulos.

1952

  1. Bicycle Thieves (25 menciones)
  2. City Lights (19 menciones)
  3. The Gold Rush (19 menciones)
  4. Battleship Potemkin (16 menciones)
  5. Intolerance (12 menciones)
  6. Louisiana Story (12 menciones)
  7. Greed (11 menciones)
  8. Le Jour Se Lève (11 menciones)
  9. The Passion of Joan of Arc (11 menciones)
  10. Brief Encounter (10 menciones); The Rules of the Game (10 menciones); Le Million (10 menciones)

Las cinco siguientes ediciones de esta encuesta (1962-2002) tuvo como rey a Citizen Kane. Ya se había afianzado la teoría del cine de autor y el estatus de Orson Welles como realizador referencial ya estaba consolidado. Muy de cerca le sigue La aventura, un filme de Michelangelo Antonioni. Dos filmes de Eisenstein (Iván el Terrible y El acorazado Potemkin) forman parte del Top 10. Ladrón de bicicletas que estaba en primer lugar desciende al puesto 7. Cinco filmes anglosajones (provenientes de Estados Unidos o Inglaterra) forman parte de este top 10. 

1962

  1. Citizen Kane (22 menciones)
  2. L’Avventura (20 menciones)
  3. The Rules of the Game (19 menciones)
  4. Greed (17 menciones)
  5. Ugetsu (17 menciones)
  6. Battleship Potemkin (16 menciones)
  7. Bicycle Thieves (16 menciones)
  8. Ivan the Terrible (16 menciones)
  9. La Terra Trema (14 menciones)
  10. L’Atalante (13 menciones)

En los años 1970 sigue reinando Orson Welles. La regla del juego de Jean Renoir, un filme que había estado en las primeras posiciones llega al puesto 2 en la siguiente lista. Sigue vigente Eisenstein, esta vez con un solo filme. La gran revelación es Ingmar Bergman con dos películas: Fresas Salvajes y Persona. La figura de Buster Keaton se reivindica ubicándose en el puesto 8. 

1972

  1. Citizen Kane (32 menciones)
  2. The Rules of the Game (28 menciones)
  3. Battleship Potemkin (16 menciones)
  4. 8½ (15 menciones)
  5. L’Avventura (12 menciones)
  6. Persona (12 menciones)
  7. The Passion of Joan of Arc (11 menciones)
  8. The General (10 menciones)
  9. The Magnificent Ambersons (10 menciones)
  10. Ugetsu (9 menciones); Wild Strawberries (9 menciones)

En los ochenta crece con más fuerza el reconocimiento a la figura de Orson Welles, esta vez con dos títulos: Ciudadano Kane y The magnificent Ambersons. Aparece por primera vez Vertigo de Hitchcock. La aventura de Antonioni se mantiene por tercera década consecutiva en el top 10. Un musical hace su aparición con Cantando bajo la lluvia de Gene Kelly y Stanley Donen, además de un western, The Searchers de John Ford.  Es la segunda década consecutiva para 8 ½ de Fellini. 

1982

  1. Citizen Kane (45 menciones)
  2. The Rules of the Game (31 menciones)
  3. Seven Samurai (15 menciones)
  4. Singin’ in the Rain (15 menciones)
  5. 8½ (14 menciones)
  6. Battleship Potemkin (13 menciones)
  7. L’Avventura (12 menciones)
  8. The Magnificent Ambersons (12 menciones)
  9. Vertigo (12 menciones)
  10. The General (11 menciones); The Searchers (11 menciones)

La película de Welles sigue campante en el primer lugar. Jean Renoir sigue vigente, esta vez en el segundo puesto. Vertigo sigue ascendiendo. Pather Panchali, un filme hindú, ingresa al cuadro de honor. 2001 de Stanley Kubrick, considerada como la mejor película de ciencia ficción de la historia del cine, ingresa al top 10. 

1992

  1. Citizen Kane (43 menciones)
  2. The Rules of the Game (32 menciones)
  3. Tokyo Story (22 menciones)
  4. Vertigo (18 menciones)
  5. The Searchers (17 menciones)
  6. L’Atalante (15 menciones)
  7. The Passion of Joan of Arc (15 menciones)
  8. Pather Panchali (15 menciones)
  9. Battleship Potemkin (15 menciones)
  10. 2001: A Space Odyssey (14 menciones)

El clásico de Welles ingresa al siglo XXI con un récord de menciones. Hay que notar cómo ha subido a 46 menciones. Vertigo le pisa los talones con 41. La gran curiosidad es el ingreso de El padrino, partes I y II al top 10. 

2002

  1. Citizen Kane (46 menciones)
  2. Vertigo (41 menciones)
  3. The Rules of the Game (30 menciones)
  4. The Godfather and The Godfather Part II (23 menciones)
  5. Tokyo Story (22 menciones)
  6. 2001: A Space Odyssey (21 menciones)
  7. Battleship Potemkin (19 menciones)
  8. Sunrise: A Song of Two Humans (19 menciones)
  9. 8½ (18 menciones)
  10. Singin’ in the Rain (17 menciones)

Vertigo llegó en 2012 para destronar al filme de Orson Welles.  La regla del juego de Jean Renoir es la única que ha estado en todas las listas. El país predominante en estas listas es Estados Unidos, pero el continente del cual proviene la mayoría de los títulos es Europa. Aumenta el número de menciones porque se han incorporado más encuestados. Touki Bouki de Djibril Diop Mambéty es el único título de un cineasta de color en el top 100. El clásico del ruso Dziga Vertov ingresa al top 1o con El hombre de la cámara. 

2012

  1. Vertigo (191 menciones)
  2. Citizen Kane (157 menciones)
  3. Tokyo Story (107 menciones)
  4. The Rules of the Game (100 menciones)
  5. Sunrise: A Song of Two Humans (93 menciones)
  6. 2001: A Space Odyssey (90 menciones)
  7. The Searchers (78 menciones)
  8. Man with a Movie Camera (68 menciones)
  9. The Passion of Joan of Arc (65 menciones)
  10. 8½ (64 menciones)

En la encuesta del 2022 llega al primer lugar una película de Chantal Akerman. El filme ya había estado en el top 100 en décadas anteriores. La gran sorpresa es verla coronarse con el primer lugar. Deja de aparecer La regla del juego, el filme de Jean Renoir que siempre había estado entre las diez primeras. Las dos reinas de anteriores décadas (Ciudadano Kane y Vertigo) descienden a los puestos 2 y 3. Otra mujer ingresa al cuadro de honor: Claire Denis al puesto 7 con Beau travail. Una curiosidad cronológica es la inclusión de dos películas del siglo XXI en el top 10: In the Mood for Love y Mulholland Drive, ambas curiosamente estrenadas en el 2001. 

2022

  1. Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) de Bélgica
  2. Vertigo (1958) de Estados Unidos
  3. Citizen Kane (1941) de Estados Unidos
  4. Tokyo Story (1943) de Japón
  5. In the mood for love (2000) de China
  6. 2001: A space odyssey (1968) de Estados Unidos
  7. Beau travail (1998) de Francia
  8. Mullholland Drive (2001) de Estados Unidos
  9. Man with a movie camera (1929) de Rusia
  10. Singing in the rain (1951) de Estados Unidos 

En la última edición han participado 1.600 encuestados. En 2012 el número era de 846 críticos. 

Gracias a la reivindicación de la mujer por el feminismo de cuarta generación, 11 títulos de mujeres cineastas entran al top 100 en 2022:

News From Home (1977) de Chantal Akerman (Bélgica)

Cleo from 5 to 7 (1962) y The Gleaners and I (2000) de Agnes Varda (Francia).

Meshes of the Afternoon (1943) de Maya Deren y Alexander Hammid (USA).

Daisies (1966) de Vera Chytilová (República Checa)

Portrait of a Lady on Fire (2019) de Céline Sciamma (Francia) 

Wanda (1970) de Barbara Loden (USA)

The Piano (1993) de Jane Campion (Nueva Zelanda)

Daughters of the Dust (1991) de Julie Dash (USA)

Mientras en el 2012 sólo había un filme de un director afro, en el 2022 tenemos seis títulos, incluyendo Daughters of the Dust de Julie Dash, la única mujer de color en la lista, Do the Right Thing de Spike Lee, Killer of Sheep de Charles Burnett, Moonlight de Barry Jenkins, Get Out de Jordan Peele y Black Girl de Ousmane Sembène. Portrait of a Lady on Fire de Céline Sciamma y Parasite de Bong Joon Ho’s, estrenadas en 2019, son los filmes más recientes en ser incluidos en una encuesta de Sight & Sound. Nunca se había incluido filmes estrenados cerca del año de publicación de la lista.  My Neighbor Totoro y Spirited Away de Hayao Miyazaki son los únicos filmes animados en entrar a la lista. 

Queda pendiente saber los resultados exactos de la encuesta decenal. Es necesario saber cuántas menciones obtuvo cada filme. Apenas Sight & Sound publique las estadísticas en las próximas semanas publicaré otro artículo.

Trece años después de Avatar, llega la secuela y ha ocurrido algo inédito: el agua es la interfaz donde conversan ciencia y tecnología, la física con la hidrodinámica, la animación 3D con el live action cinema. Una década implica una serie de adelantos tecnológicos que merecen ser reseñados. 

Antes de entrar en materia hay que señalar que los adelantos de James Cameron (Canadá, 1954) se han dado en todas las áreas menos en lo dramatúrgico. El guion adolece de algunas falencias como ya ha sucedido con sus filmes anteriores. De entrada, apuntamos al problema nuclear: la resurrección del coronel Quaritch a través de la réplica de su ADN. El resultado es una criatura azul que responde a la voz y a los gestos del coronel fallecido en la primera parte. Desde ese momento él se convierte en el brazo ejecutor de la venganza por parte de los humanos. Difícil construir un edificio narrativo con una acción base muy endeble. Sin embargo, el poderío de las imágenes es tan grande que el espectador olvida los problemas de verosimilitud y se deja engolosinar por lo que ve. 

El mismo coronel hace un guiño a The Terminator (1983) cuando encuentra en la selva su cráneo, lo toma entre sus manos y lo pulveriza. Al hacerlo añicos la metáfora es pertinente: hay que romper con lo anterior y en este sentido los efectos especiales han mejorado notablemente. Se sacrifica la historia y se magnifica la imagen. Por más que haya un equipo de cinco guionistas que incluyen a Cameron (Rick Jaffa, Amanda Silver, Josh Friedman, Shane Salerno) nada se puede hacer para salvar una historia que tiene más agujeros que un queso gruyere. 

Durante la entrega de los premios Critics Choice Awards se lo veía a Cameron compungido al ver que no se le reconocía ningún valor a sus aportes visuales. Tampoco consiguió ningún Globo de Oro en la última entrega. Está por verse si esta secuela de Avatar (2009) gana algunos de los premios Oscar para los que fue nominado el 24 de enero pasado. 

La empresa neozelandesa Weta Digital (fundada en 1993 por Peter Jackson) tiene algunos softwares fabricados para aspectos visuales muy específicos tanto para la fase de producción como postproducción. Enumerarlos y explicarlos todos aquí sería imposible por la complejidad de cada uno. Nos centraremos en los esenciales. 

Weta aporta a la historia del cine con el sistema de captura de movimiento FACETS que, como bien lo indica su nombre, se dedica al registro facial. ¿En qué se diferencia esto de lo visto trece años atrás? Más precisión con la mini-cámara portátil que cada actor lleva a manera de casco y que está a pocos centímetros del rostro. La data recogida puede ser editada en tiempo real. Ayuda mucho algo que no había una década atrás: el insertar en el rostro más marcadores faciales LED a través del formato 4K.

El segundo aporte está en la aplicación Massive que permite la creación de las excepcionales criaturas que aparecen en el planeta Avatar. Más de doscientas especies de árboles, plantas, animales son creados con el procedimiento L-System que permite miles de variaciones morfológicas. Para dar una idea de esta maravilla basta con decir que esta herramienta digital permitía determinar el crecimiento de cada árbol. 

El tercer aporte a la historia del cine es la cámara “reina” del filme, la Sony Venice, aparte de un cristal objetivo Nikonos de 15 mm, se le adaptó el sistema DeepX 3D que es un divisor de haces con lentes sumergibles que permitió grabar de manera revolucionaria debajo de las aguas que, según la jerga, se denomina computer generated H2O que están liderados por la productora Lightstorm Entertainment. El resultado fue una serie de tomas submarinas 3D IMAX completamente limpias y sin distorsiones.

El cuarto aporte de Avatar: The way of the water es el hecho de ser la primera película que usa el motion capture (o performance capture) debajo del agua para captar movimientos faciales y corporales de manera completa. Esto gracias a la tecnología que impide que la cámara esté encerrada en una carcasa mientras está sumergida. Adicionalmente se colocaron bolas de color blanco en la superficie del contenedor donde se grabó el filme con el fin de impedir que la luz exterior interfiriera con las grabaciones submarinas. 

Estamos ante la reinvención del 3D que aprovecha el buen momento de la SONY con su desarrollo de cámaras más livianas de alta definición de doble óptica (la popular marca VENICE) para enfocar de manera nítida un mismo objetivo. El resultado es un alto rango dinámico y una alta frecuencia de frames en 4K. 

Aquí entra la polémica del excesivo hiperrealismo que ya se discutió durante el estreno de la trilogía de El Hobbit. Peter Jackson fue duramente criticado por su intento anterior de recrear la visión del ojo humano con una perspectiva mucho más realista de la imagen. 

Cameron va más allá. Crea un sistema de cámaras que simula la visión humana, es decir, los ojos convergen en el objeto que está delante y los enfoca con nitidez en sus tres dimensiones. Esto implica que en algunos momentos no hagan falta las gafas 3D. 

El gran artífice de estos adelantos es el cinematógrafo australiano Pawel Achtel que lleva trabajando esta tecnología desde el 2012. Su empresa Weta FX le ha dado un giro de timón a la historia del cine superando todos esos filmes que en el pasado distorsionaban las imágenes submarinas y no captaban la luz debajo del agua. 

El quinto aporte de este filme a la historia del cine es la representación de la humedad. Tan innovadora resulta en este aspecto lo que ha hecho Weta que ha presentado un registro de patente para registrar sus “métodos para generar representaciones visuales de una colisión entre objeto y fluido”. Esta innovación se ve en la escena en la que Spider emerge goteando sobre unas rocas o cuando se hunde el barco y se aprecia la cara de Neytiri completamente mojada. El grado de definición de esas gotas que caen del cuerpo o del rostro es impresionante porque nunca se había llegado a ese nivel de nitidez. Este hito se da gracias al motor virtual Loki, desarrollado por Weta, que no crea texturas sino que las simula. Estamos ante el nacimiento de un ultrarrealismo cinematográfico. 

El filme trae la controversia HFR (high frame rate) en relación con la cantidad de fotogramas que se proyectan por segundo. No todas las salas de cine tienen la tecnología para proyectar los 48 fotogramas (y a veces hasta 60) por segundo que tiene este filme. Esta tasa elevada de fotogramas potencia el efecto inmersivo del formato 3D, algo imposible si se usara la medida estándar de 24 FPS. Esta técnica trae sus problemas: luce muy bien en las escenas más espectaculares, pero provocan una bizarra sensación de hiperrealidad en otras que tienen menos movimiento. 

Como solución, se ha inventado la tecnología True Cut Motion HFR con la que Cameron proyectó escenas donde no había acción física extrema a 48 FPS. Así mantuvo el ritmo de proyección a 48 FPS en los aparatos y al mismo tiempo mostró 24 FPS. Esto implica un cercano réquiem por el 3 D ya que se trata de una revolución visual. Resulta fascinante ver cómo las escenas pasan de 24 a 48 cuadros por segundos en un abrir y cerrar de ojos.

Mucho tiempo ha pasado entre el estreno de Terminator 2: Judgment Day (1991) y The Abyss (1989) . Por eso el director no duda en hacerle guiños a estos dos filmes. Cuando las fuerzas militares se preparan para un asalto marino en los arrecifes de Pandora se puede apreciar una criatura submarina hecha únicamente de agua. La llegada de los barcos con sus tropas de asalto en pleno incendio es una clara referencia a Terminator 2 cuando llegan los robots asesinos en lugar de T-800. La intertextualidad inevitable con Titanic (1998), que cumplió cuarto de siglo de haber sido estrenada, se nos presenta en la secuencia del barco de guerra que se incendia. Mientras el acorazado se hunde Jake Sully intenta salvar a su familia del hundimiento. 

Volvemos al principio de este artículo. Como sucede con casi todo el cine de Cameron el gran problema sigue siendo la historia. Ese gusto por lo obvio se hace evidente en el momento en el que el director se alía con National Geographic para dar un mensaje ecologista [de hecho, Cameron filmó muy al estilo de NatGEo, pero patrocinado por Disney, los documentales Ghosts of the Abyss (2003) y Aliens of the Deep (2005) que lo convirtieron en la primera persona en sumergirse en solitario en la parte más baja del océano]. Esto da como resultado tomas de estilo documental de la naturaleza (recordemos a la ballena que salta en el medio del océano con el sol de fondo) que desentonan con la lógica del relato cinematográfico. Tanto este filme como su precuela constituye una parábola sobre postcolonialismo. La explotación del nativo como alguien inferior y primitivo se ve en las constantes referencias al violentamiento del ecosistema como el momento en el que Poker le explica a la doctora Grace (interpretada por Sigourney Weaver) las operaciones de extracción minera de la zona donde viven los Na`vi. 

Se echa de menos la partitura de James Horner (1953-2015), el autor de la música original de Avatar, fallecido en un accidente de aviación (el músico estrelló su avioneta en California durante una tormenta). Se siente su ausencia en cada escena, sobre todo porque el compositor británico Simon Franglen se ha dedicado a reelaborar la música original y se ha empeñado en hacer meras variaciones de los temas que aparecen en la precuela.

Más allá del atractivo que supone una intertextualidad, las referencias a Terminator 2, The Abyss yTitanic terminan haciendo ruido. Cameron disfruta mucho el mirarse el ombligo. La autoreferencialidad implica estar entrampado en lo mismo y por más que estén bien hechas esas alusiones a la guerra entre robots y humanos, el hundimiento del navío o los tentáculos de agua, resulta un retroceso en la filmografía de un cineasta al que siempre le ha gustado mirar hacia adelante. 

Me ratifico en lo que escribí hace trece años, en este mismo blog, cuando reseñé la primera parte de Avatar. Cameron no es un creador de paradigmas, es parte de un paradigma que involucra a muchos cineastas que, como él, están trabajando en la innovación. Cameron no es la revolución digital, es parte de una revolución digital. Cameron es un desarrollador tecnológico, alguien que tiene una misión empresarial y se dedica a intervenir tecnologías ya existentes para adaptarlas a su visión del filme que está haciendo, en este caso, Avatar 2: El camino del agua. 

Rescato de mi artículo escrito en 2012 estas declaraciones ambiciosas del cineasta: “Quería crear algo que me hubiese encantado ver de joven. Algo que fuese muy visual, completamente imaginativo y original. Llevar al espectador allí donde nunca estuvo antes. Si vas a sacar a la gente de su casa para llevarla al cine, mejor será mostrarles algo que nunca hayan visto. Mi meta con Avatar es recrear lo que sintió mi generación cuando vio 2001: Una odisea del espacio por primera vez. O, diez años más tarde, lo que fue la saga de Star Wars para toda otra generación”. James Cameron lo ha logrado indudablemente. El espectáculo visual es de una soberbia belleza, pero sigue pendiente la mejora de la historia. Los clásicos que él nombra se han destacado precisamente por sus guiones canónicos. 

Lo que hace el cineasta canadiense no es la panacea tecnológica. No es el único experimentando con las nuevas tecnologías. Su talento es ejecutivo, sabe asociarse con los mejores. Eso se nota al aliarse con la empresa de Peter Jackson que es la líder en efectos especiales. Cuando Cameron recibió el Óscar, al mejor director en 1998, emuló al personaje de Leonardo di Caprio en Titanic y lanzó un grito que cada vez resuena menos. Hace rato que James Cameron dejó de ser el rey del mundo.   

FUENTES

1.- “Is Avatar Set In The Same Universe As The Abyss? James Cameron Answers Colin Trevorrow’s Theory” por Sophie Butcher. Recuperado el 19 de enero de 2023 de

https://www.empireonline.com/movies/news/avatar-same-universe-the-abyss-james-cameron-answers-colin-trevorrow-theory/

2.- “Cómo la secuela de ‘Avatar’ lleva su tecnología bajo el agua para una experiencia inmersiva” por Daron James. Recuperado el 19 de enero de 2023 de

https://www.latimes.com/espanol/entretenimiento/articulo/2023-01-02/como-la-secuela-de-avatar-lleva-su-tecnologia-bajo-el-agua-para-una-experiencia-inmersiva

3.- ‘Avatar 2’ y la nueva era de los efectos especiales: estos son los secretos de su espectacular CGI por Manuel Fernández. Recuperado el 19 de enero de 2023 de

https://webcache.googleusercontent.com/search?q=cache:vE30oad1vAsJ:https://www.elespanol.com/omicrono/tecnologia/20221216/avatar-nueva-efectos-especiales-secretos-espectacular-cgi/726427354_0.html&cd=1&hl=es&ct=clnk&gl=ec&client=safari

4.- The Underwater Cinematography behind Avatar 2 por Yossy Mendelovich. Recuperado el 19 de enero de 2023 de

5.-“ Cómo ‘Avatar 2’ pretende revolucionar el 3D… ¿sin gafas?” por Antonio Rivera. Recuperado el 19 de enero de 2023 de

https://www.esquire.com/es/actualidad/cine/a41852726/avatar-2-3d-sin-gafas/

Al parecer, la apetencia por las imágenes que muestran cuerpos dolientes es casi tan viva como el deseo por las que muestran cuerpos desnudos. Durante muchos siglos, en el arte cristiano las descripciones del infierno colmaron estas dos satisfacciones elementales (..) También se tenía el repertorio de crueldades, que es duro mirar, proveniente de la antigüedad clásica; los mitos paganos, aun más que las historias cristianas, ofrecen algo para todos los gustos. La representación de semejantes crueldades está libre de peso moral. Sólo hay provocación: ¿puedes mirar esto? Está la satisfacción de poder ver la imagen sin arredrarse. Está el placer de arredrarse.

Susan Sontag, Ante el dolor de los demás (2003).

Blonde (2022) del director neozelandés Andrew Dominik (Wellington, 1967), basada en Blonde (Harper Collins, 2000; Alfaguara, 2012), puede entenderse como una serie de reenactments sobre material existente de Marilyn Monroe (1926-1962). Sesiones fotográficas, escenas de películas, apariciones públicas de la actriz norteamericana aparecen recreadas en el filme a la manera de viñetas no siempre bien ensambladas. Hay cierta torpeza en la forma que se arma esta colcha de bregué. La justificación es el orden cronológico convencional escogido, pero ese recurso no disimula el artificio.

Queda entonces el gran desafío para el espectador: 166 minutos de una película sin identidad cinematográfica que nunca se decide por precisar el aspect ratio o la coloración de las escenas. Tanto el espectador neófito como el experto se preguntan por qué la pantalla tiene un formato en tales pasajes y en otros adopta un tamaño distinto. No hay simbolismo certero detrás de este recurso. Todo parece ser aleatorio.

Lo que pudo haber sido la fortaleza del filme se convierte en una debilidad. El CGI y el diseño de la producción recrean de manera perfecta una época (véase la secuencia del incendio de L.A. en el primer acto y el plano de Times Square de los años 1950 con escombros). Todo se queda en la apariencia, en lo bien que debe lucir una película sobre el mito de doble M. Las referencias a otros autores se convierten en un imperativo cuando no se puede generar un discurso estético propio. Las escenas en blanco y negro recuerdan a la estética de Milton Greene, fotógrafo de la afamada sesión conocida como «Black Seating». Los planos de cama son una referencia a las célebres sesiones de Cecil Beaton. Y así, hay escenas en las que se puede reconocer la autoría de otros y no del director. Más visibles para el ojo conocedor resultan las tomas a lo Terrence Malick (el after party de la boda con Arthur Miller), David Lynch (primeros planos de rostros caricaturizados en blanco y negro) o Federico Fellini (los paparazzi atacando a la protagonista en algunas escenas).

Los reenactments inundan la pantalla de manera predecible. Que la escena del Subway en la que se le alza el vestido blanco. Que el beso volado a la cámara en la premiere de The Seven Year Itch. Que la escena en Some Like it Hot en la que su personaje confiesa ser corta de pensamiento. Que la coreografía de Diamonds are a Girl´s Best Friend. Por algún extraño milagro no se incluyó el Happy Birthday Mr. President.

Párrafo aparte merece el vestuario clonado hasta la saciedad. Bien conocido es el gusto de la Monroe para llevar las marcas mejor posicionadas de su época. «Dress porn», le dicen los entendidos a esta obsesión por la vestimenta de celebridades. No es extraño ver en cualquier escena el vestido de tal sesión fotográfica. El citar «ropa» se vuelve demasiado evidente y repetitivo porque no está al servicio de la historia. El suéter de lana de la playa o el de cuello de tortuga. El vestido de cocktail blanco legendario. Los pantalones blancos Capri cortados justo debajo de la rodilla. El vestido celeste con pecas blancas. Es, simplemente, una actitud de social media trasplantada a la pantalla.

El enlatado de NETFLIX intenta seguir hasta donde le es posible la novela del mismo nombre de Joyce Carol Oates (Nueva York, 1938). Mientras la escritora presume de una rigurosa documentación en la que cada capítulo está sostenido por una puntillosa investigación histórica, la película prescinde de ese marco. A Oates le interesa sobremanera la época que le tocó vivir a la actriz. A Dominik sólo le importa el hatillo de lugares comunes sobre el mito cinematográfico. Mientras la novelista analiza minuciosamente (con la lente de la ficción) cada etapa de la vida de Norma Jeane Baker, a Dominik le interesa la espectacularidad de ciertos momentos biográficos.

Es como si se quisiera legitimar una biopic al conectarla con Joyce Carol Oates. No le ayuda mucho el mostrarse como la adaptación de una voluminosa novela que es el tratado más completo sobre el mito de Marilyn. No le ayuda porque se trata de un libro de referencia. La publicidad es engañosa. El filme se basa, supuestamente, en la máxima biografía novelizada y resulta que no se adscribe completamente a ella. El que ha leído Blonde echa de menos la escrupulosidad con la que se narra cada fase vital: «La niña 1932-1938», «La adolescente 1942-1947», «La mujer 1949-1953», «Marilyn 1953-1958», «La otra vida 1959-1962».

Lo que más le falta a la película es algo que a la novela le sobra. La explicación de las técnicas de actuación que ella dominaba como buena alumna del método de Stella Adler y Lee Strasberg. Para los historiadores del cine, Monroe es una de las artistas que mejor dominó el oficio (the craft), detalle que ni siquiera es mencionado en el filme. Solo en una escena se da una pista del genio de la artista cuando, en la primera conversación que sostiene con Arthur Miller (interpretado por Adam Brody), ella reconoce el carácter analfabeto de uno de los personajes de una obra de teatro de Miller. Este no puede creer que tal elaboración conceptual sea de la mujer que tiene enfrente. Hasta tiene el empacho de acusarla de haber recibido tal información de Elia Kazan. El resto de la historia es una crucifixión de un personaje que es siempre plano, con el mismo tono de voz, los mismos tics retóricos del mito público, la misma gestualidad mostrada en la pantalla, infantilizado al máximo, diciéndole «daddy» a todos los hombres de su vida. Solo ante Billy Wilder parece rebelarse cuando abandona el set a gritos, acusándolo de burlarse de ella en los diálogos que ha escrito especialmente para su personaje de Some Like it Hot.

Blonde no deja de ser una mera propaganda de cómo la hegemonía masculina ve el mito de Marilyn. Capas de contemplación superpuestas desde la mirada misógina. La mujer como objeto es un lugar común, pero Monroe como objeto es un lugar común del lugar común. Un cliché dentro de otro cliché. Su desnudez constante es gratuita e injustificada. No basta ponerle, a esa excelente actriz que es Ana de Armas, una cicatriz en el vientre, justo donde la tenía Marilyn. Esa supuesta verosimilitud no es bienvenida cuando todo el conjunto narrativo adolece de estereotipos inexactos.

Andrew Dominik y sus productores (tres varones y dos mujeres) salen impunes en este ejercicio de necrofilia. Ideas u ocurrencias con pretensiones de cine de auteur resultan en extremo ridículas. El feto que le habla a Marilyn. La toma desde el interior del útero. El borde de la cama, en pleno acto sexual, que se convierte en las cataratas del Niágara. La toma desde el interior del toilette más el vómito que lanza la protagonista es literalmente hacia nosotros, los espectadores. De eso se trata exactamente el filme: una masa escatológica arrojada contra el espectador. La violación por parte de un ejecutivo del estudio es también un ultraje al mito. La constante desnudez de Ana de Armas no es ningún ejercicio de sensualidad y mucho menos de iconoclastia. No hay erotización en ese cuerpo sometido constantemente al sufrimiento (véase las escenas abortivas). Es más bien, una visión pagana de la diosa del celuloide. Como bien lo dice Susan Sontag en Ante el dolor de los demás, solo está la doble provocación: la de mirar sin arredrarse o el placer de arredrarse. Cada espectador encontrará la forma de resolver este dilema.

Película que quizá logre nominaciones al Óscar en aspectos técnicos pero que será olvidada prontamente. De mejor factura resultan My week with Marilyn (2011) con Michelle Williams y Eddie Redmayne o Insignificance (1985) de Nicolas Roeg, con Theresa Russell. Hasta un telefilme menor como Norma Jean & Marilyn (1996), con Ashley Judd como Norma y Mira Sorvino como Monroe, resulta más interesante que este insoportable bodrio de casi tres horas que se empeña por enseñarnos todo, hasta el sedoso calzón blanco que está a la vista del ávido consumo popular. Los catorce minutos de ovación de pie, en el festival de Venecia, seguramente se dieron por la celebración de algo muy esperado: que el filme concluya y se baje el telón. Tarea pendiente la biopic que esté a la altura de uno de los mitos más grandes de la cultura de masas.

Ha muerto Leon Vitali, hombre-orquesta de Stanley Kubrick de quien fue director de casting, montajista, mensajero, archivador, calibrador de color, promotor, publicista, revisor de subtítulos en todos los idiomas del mundo Kubrick, asesor, secretario, asistente personal… Un hombre que lo dejó todo (hasta su familia) para estar al lado de uno de los más grandes genios del mundo audiovisual.

Bajo las convenciones estilísticas del telefilme más que del cine, el documental Filmworker (2017) de Tony Zierra sirve para ahondar más en el mito de Stanley Kubrick, cuando se tenía pensado que ya todo estaba dicho. Leon Vitali (1948-2022), su colaborador más cercano desde 1974, es el protagonista de esta película que fue bautizada como A la sombra de Kubrick para ser distribuida en español. Título más que pertinente para hablar de Vitali, un actor británico que dio vida a Lord Burlington, el joven noble que funge como opositor de Ryan O´Neal en Barry Lindon (1974).

Filmworker alude a la profesión que consta en el pasaporte de Vitali, y es uno de los documentales que han surgido para explicar el universo del director más venerado de las últimas décadas. No es Stanley Kubrick´s boxes (2008) que hurga en el contenido de los cientos de cartones amontonados en una bodega en la casona del cineasta. Tampoco es Stanley Kubrick: A life in images (2001) que sigue a rajatabla las convenciones del documental biográfico o Room 237 (2012) que es un film de fan sobre los misterios que supuestamente encierra una de las habitaciones del hotel Overlook de The shining

Filmworker es en el fondo la tragedia de un promisorio actor que lo dejó todo para ser el asistente de un artista que no confiaba en nadie. A los 27 años llegó al set de Barry Lindon para un papel que iba a ser realmente secundario, pero el director vio el talento resplandeciente de Vitali y decidió reescribir su parte, alargando la trama para darle más cabida dentro de la historia. Desde ese momento el promisorio actor de algunos trabajos en televisión y teatro empezó a fijarse con mucha atención en todos los procesos de rodaje. Algo hizo clic entre el joven nacido en Leamington Spa, Warwickshire y el legendario fotógrafo neoyorkino que lo dirige en Barry Lindon

Al despedirse el actor le dijo al cineasta que le gustaría probar suerte con los aspectos técnicos del cine. Kubrick le respondió que si se animaba lo recibiría en su equipo. El filme que hizo Vitali en los siguientes meses fue una producción sueco-danesa de Frankenstein en la que interpreta al científico que da vida al monstruo. Sería su último rol protagónico. Aceptó trabajar en el drama de horro gótico con la condición que se le dejara aprender el oficio de montajista en la postproducción. Con esta experiencia a cuestas se acercó donde el maestro quien como prueba suprema le dio a leer la novela El resplandor confiándole la función de director de reparto. En la siguiente llamada telefónica su nuevo jefe le dice que le costeará un viaje a Estados Unidos para hacer el casting de Danny, el niño protagonista de la novela de Stephen King. Comienza así una larga colaboración que sólo concluirá con la muerte del director de Eyes Wide Shut en 1999.

Exactamente, ¿qué fue lo que hizo Vitali con su flamante jefe? ¿Qué tareas le hicieron abandonar una carrera que había arrancado con tanta fuerza? Fue director de casting, montajista, mensajero, archivador, calibrador de color, promotor, publicista, revisor de subtítulos en todos los idiomas del mundo Kubrick, hombre-orquesta, asesor, secretario, asistente personal (el testimonio de Matthew Modine lo tacha de Igor, ese arquetipo gótico del ayudante de Frankenstein). Si en el párrafo anterior usé la palabra tragedia para este documental no era una hipérbole. Después de 1974 Vitali apenas aceptó uno que otro papel y se dedicó en alma y cuerpo a ser el apéndice de uno de los más importantes narradores audiovisuales de nuestro tiempo. No recibió ningún tipo de beneficio económico extraordinario de parte de su empleador. Se casó dos veces. Tuvo tres hijos que en el documental se atreven a dejar ante la cámara un testimonio de abandono y se muestran imágenes que corroboran que prácticamente fueron criados en los sets de filmación. 

Kubrick murió en pleno proceso de postproducción de Eyes Wide Shut (1999) cayendo todo el peso técnico en los hombros de Vitali quien lideró el equipo que concluiría la décimo tercera obra del realizador. Los entretelones de esta ordalía atrajeron a Tony Zerra que dejó en pausa el rodaje de su documental SK13 al ver que lo más importante de ese filme era Vitali. El hombre-orquesta de Stanley estuvo a punto de morir. A la semana siguiente de concluir Eyes Wide Shut fue hospitalizado después de sufrir un ataque de nervios.

El documental cierra con algo que está presente a lo largo de toda la narración: Vitali siempre custodió el legado de su maestro cuidando cada detalle técnico de ese gran mundo audiovisual. Resulta que la versión en 4K o BluRay que hemos visto últimamente de 2001: A space odissey fue preparada por Vitali, al igual que las exposiciones, homenajes y festivales con cintas del maestro que se dieron en algunas ciudades de Europa. 

Datos que dejarán estupefactos al devoto kubrickiano: el mismo cineasta hacía los traylers y su asistente se encargaba de despacharlos a cualquier lugar del mundo. Por cada filme había un respaldo de 25 negativos que estaban bajo los cuidados del asesor. Vitali escogió a Danny Lloyd para el papel del niño en The Shining entre cuatrocientos aspirantes. Al hacer el casting para la niña fantasmal de la historia de Stephen King le llevó al director dos gemelas. Seleccionó a R. Lee Ermey (un exsargento que había entrenado marines y que estaba desde el día 1 el rodaje como consultor castrense) para el papel de Hartman, el instructor sádico en Full metal jacket, pese a que Kubrick ya tenía firmado el contrato con otro militar para ese rol crucial. Fue Vitali quien le llevó a su jefe la cinta de VHS con la asombrosa prueba de cámara. Ya en el set, el director le permitió a Ermey improvisar e interpolar obscenidades y jamás hizo más de tres tomas, algo insólito en un cineasta acostumbrado a que sus actores repitan sus actuaciones docenas de veces. 

Filmworker es un documental más interesante que cualquier filme de ficción que se haya hecho sobre la figura del maestro y el alumno o el jefe y su asistente. Valiosos son los testimonios de Ryan O´Neal, Danny Lloyd (el niño de El resplandor quien rara vez da entrevistas), Stellan Skarsgard, Pernilla August, Matthew Modine, R. Lee Ermey y los ejecutivos de la Warner que lidiaron con el cineasta. Sobre estos últimos llama la atención cómo el aspecto que más admiraban no tenía nada que ver con lo artístico: remarcaban la cantidad de dinero que se ahorraban porque el maníaco supervisaba personalmente todo, desde la fotografía y el vestuario hasta la utilería y el diseño de la producción. Habría que añadir que tenía un asistente de lujo que percibía económicamente lo mínimo que el gremio dictaminaba. En este sentido, queda señalada la manipulación del genio al que poco le importaba si sus colaboradores eran bien pagados o no. Era alguien que no se las jugaba por nadie y a quien sólo le interesaba su arte. 

El documental echa abajo el mito del genio que se abastece solo y que se erige como el general que manda todo un ejército de empleados. El cine, más que un arte, es una industria en la que se exige la colaboración y el que encabeza el rodaje siempre debe tener a alguien a quien confiarle los aspectos técnicos más peliagudos. Filmworker queda también como registro del testimonio catártico de alguien que lo dejó todo (inclusive un posible contrato con Warner Brothers) por el artista que más admiraba y que ahora se dedica a dar charlas y conferencias sobre uno de los más venerados realizadores de las últimas décadas. Se lo puede ver también como el making of de toda la filmografía de Kubrick y su metodología de trabajo. 

Las declaraciones de ejecutivos o trabajadores de laboratorio tienen cierto hálito de compasión por el esclavismo al que estaba sometido Vitali quien confiesa al final: “Que cómo lo manejaba a él. Yo no podía manejarlo, yo tenía que manejarme a mí para caber en su universo. Él me comió vivo”. Esto convierte a Filmworker en un documento histórico que certifica la importancia de esos trabajadores invisibles, que nadie conoce y que son devorados por sus empleadores geniales o no.

Vitali preconiza que morirá mientras revisa fotogramas de Odisea 2001 o restaura La naranja mecánica. Hay que agradecerle a Tony Zierra por su documental pues permite completar el conocimiento que creía uno tener sobre el director de Dr. Strangelove and how I learned to stop worrying and love the bomb. Cae bien en esta era en la que se puede ingenuamente pensar que pesa más la obra que el artista, cuando este tipo de documentos demuestra lo contrario: la biografía (no la hagiografía) es tan importante como la filmografía. Sin Leon Vitali no se puede entender ningún fotograma del doctor Kubrick. Ahora que ha muerto el 20 de agosto de 2022 es el momento para reconocer su existencia.

Anahí Hoeneisen, coguionista y protagonista del más reciente filme de Javier Andrade

El cine de Javier Andrade (Portoviejo, 1978) es un cine sin concesiones. Historias que golpean al espectador, con personajes que se apoderan de la pantalla, copándola con sus desnudeces más intrínsecas. Historias genuinas, nada acartonadas, sin venias a fórmulas comerciales. Este máster en dirección de cine por la Universidad de Columbia ha incursionado con éxito tanto en el documental, la ficción y el teatro. En este último género puso en escena Oleanna de David Mamet en 2019.

Su ópera prima, Es mejor no hablar (de ciertas cosas) (2012), ya nos ofrecía un bestiario de seres más marginados que marginales en un pueblo de la provincia costera de Manabí con el parricidio y las drogas como ejes temáticos. Este filme fue muy visible internacionalmente: ganó premios a mejor película y mejor director en el Festival de cine de Cataluña, España; mejor película en el Festival de cine de Las Américas, USA y mejor ópera prima en el Festival de Santo Domingo, República Dominicana. 

Estas preseas refrendaron el talento narrativo de Andrade y pusieron en la palestra una historia turbulenta que ostentaba dos cimientos importantes: el realismo desenfadado y ultra coloquial en lo actoral, además de una banda sonora inusual con el punk como protagonista. Curiosamente dos filmes con el punk como leit motiv siguieron la estela de Es mejor no hablar (de ciertas cosas): Sin otoño, sin primavera (2012) de Iván Mora Manzano y No robarás (2014) de Viviana Cordero.

La casa del ritmo: Los amigos invisibles (2012) sobre el grupo venezolano de dance funk fundado en 1991, con ecos de El último valse de Martin Scorsese, presentaba uno de los grandes dilemas de nuestro tiempo: las manifestaciones underground que no llegan a ingresar al mainstream en el marco del debate de la alta cultura versus la baja cultura. El dilema quizá es resuelto por la presencia de David Byrne en la mitad del documental, apadrinando la grandeza del grupo contando la forma en que los conoció y llegó a producirlos. Con imágenes de archivo y registros en vivo de conciertos, se pasa revista a la carrera de una banda con una propuesta singular de rock, acid jazz, calipso, salsa y merengue, hibridez tamizada en todo momento por el funk.

52 segundos (2016) fue un trascendente documental de coyuntura, filmado cámara en mano, sin guion y sin equipo de producción. A través del recurso de la polifonía, Andrade construyó un testimonio, entre ruinas, de las víctimas sobrevivientes del terremoto que afectó a la costa ecuatoriana. Se trata del único largometraje documental sobre la catástrofe que dejó casi mil fallecidos, 29.000 damnificados y más de 6.000 heridos. Contado a la manera de un registro familiar (el núcleo más cercano del cineasta fungía de protagonista) es un canto de vida en medio de tanta mortandad. Se trata de su filme más personal.

Lo invisible (2021) empieza con la respiración agitada de la protagonista que camina descalza hacia una gran gruta oscura a través de un sendero entre árboles y hojarasca, imagen onírica que se repetirá al final. El ambiente bucólico va adquiriendo paulatinamente un aire de pesadilla a medida que la trama desovilla sus nudos. Durante los primeros 10 minutos casi no hay diálogo cual película silente. Asistimos al regreso de Luisa al hogar: una casona ubicada en Puembo. Víctima de un síndrome posparto, la mujer de cuarenta y cinco años, estuvo a punto de matar a su bebé recién nacido. Su reencuentro con el infante y con cada uno de los miembros de su familia, después de ser dada de alta de una casa de reposo, es un viaje de dolor y desencuentros.

Su instinto materno la insta a buscar a su bebé, pero el rechazo se traduce en un llanto infantil incontrolable, que hace que la niñera colombiana (guiño a los procesos migratorios) se haga presente para el rescate. No vaya a ser que Luisa quiera intentar algo malo de nuevo con la criatura. No puede ser madre, esposa o amiga, en medio de su abismo emocional. La relación con su consorte está tan mustia que un acercamiento físico termina con una mordida agresiva de ella. Tampoco puede reconectarse con su hijio adolescente que usa el bosque como campo de paintball con sus amigos o con los miembros de la servidumbre.

Luisa hace sus primeras incursiones fuera del perímetro de la casona como si estuviera aprendiendo a caminar de nuevo. Hace jogging pero no alcanza distancias portentosas. Cuando hace su primera salida en auto, Luisa en medio de la comarca frena bruscamente al son de Las mil y una noches del grupo mexicano ochentero Flans, canción perfecta para señalar una ruptura sentimental. Rompe en llanto porque sabe que su vida no podrá ser la misma de antes. Acostumbrada a los privilegios de la clase alta, vive enrarecida con la certeza de no poder encajar en ese mundo de country club, mucamas, chofer, jardinero, autos de colección, marido cuya amante es la profesora de piano de su hijo…

Los asuntos invisibles son notorios: la enfermedad mental, el matrimonio sostenido por las apariencias, las relaciones de poder con el subalterno, la hipocresía burguesa, la lucha de clases… El ambiente rural, completamente bucólico, resulta perfecto para la puesta en escena de estas contradicciones, eliminando el espacio citadino como el punto de confluencia.

La misa en abismo de Andrade nos propone referencias de Altman, Bergman, Dassin y, sobre todo, Joseph Losey. En la escena de la fiesta del primer acto presenciamos la desconexión de Luisa de su grupo social. Cada vez más enajenada de familiares y amigos suena All Gone, con letra de Harold Pinter. Se trata de una aguda referencia a The servant (1963) que también nos presenta una historia opresiva entre clases sociales, con un ambiente de pesadilla que va deteriorando la sique de su protagonista. La canción de Cleo Lane resuena con lastimera belleza como la máxima canción del desamor y la desesperanza.

La casona se erige como un espacio protagónico con sus inmensos ventanales que permiten verlo todo cual una pecera. Afuera la inmensidad del bosque, la presencia de la montaña y la niebla que es el velo que oculta no sólo la realidad, sino también lo identitario. Un lugar importante también es el jardín que actúa como el proscenio de un teatro y los senderos que conducen hacia los árboles que fungen de vías de escape hacia otra realidad: esa gruta oscura que espera a Luisa como una metáfora de la muerte.

La enorme jaula de vidrio permite la visión de panóptico: no hay secretos para nadie. Hay momentos en los que la cámara nos sorprende captando el reflejo de Luisa en el vidrio. Imagen de una imagen. El problema de la identidad de la mujer atraviesa toda la historia. El vidrio también es algo que Luisa, descalza, se ve urgida a pisar para hacerse daño y constatar que está viva. El automutilarse, según el text book del suicida, nace de la incapacidad de soportar ese dolor sicológico que la actriz manifiesta de manera excepcional.

El trastorno borderline del personaje femenino está muy bien trabajado desde el punto de vista actoral. El dolor de la autolesión es el que la urge a traspasar los límites de sí misma. Hay un marco con tintes sicóticos en su accionar que está brillantemente expuesto en la actuación. Véase la escena del estacionamiento en el que intenta dañar el lujoso auto de la profesora de piano con algo menos peligroso que un rayón. La amiga que la acompañaba la deja botada, acentuando ese rechazo de la sociedad que ya se vio en la fiesta que se erige como detonante narrativo.

Quizá la escena más sugerente del segundo acto sea el enfrentamiento de Luisa con la joven profesora de piano. Le da una lección de afectos y lazos familiares al enumerar los nombres de todos los que conforman la servidumbre (otra vez el fantasma de Losey), con el tiempo que cada uno lleva trabajando en la casona. Luego le habla en alemán (la chica estudió música en Viena) para dejar bien claro una de las premisas del filme: la lealtad familiar no se rompe desde afuera.

El alemán no es la única lengua presente. Está el quichua en boca de la nana Rosita. La anciana indígena cumple un rol oracular. Es como el ama de llaves que controla todos los aspectos de la casona. El cántico que entona casi al final del segundo acto expresa el dolor que se siente en todo el núcleo familiar. Esta propuesta de disglosia (dualidad de lenguas presentes en una comunidad) es una preocupación estética de algunos filmes ecuatorianos. Quizá Qué tan lejos de Tania Hermida sea uno de los que mejor refleja esta dualidad. El alemán vendría a ser el idioma alternativo a esa disglosia y representaría de cierta forma ese trastorno borderline de Luisa. Esa lengua se convierte en el arma para agredir a su joven rival. El quichua vendría a ser la lengua que representa el espíritu ancestral de la casona, con la nana como la guardiana del tiempo histórico.

El gran pilar de este filme es Anahí Honeneisen (co-directora de Ochentaysiete y Esas no son penas), quien interpreta a Luisa. Estamos ante un notable solo de mujer con todas sus perturbaciones y aristas patológicas. El personaje está construido con meticulosidad no sólo en lo físico, sino que lleva lo intrínseco hasta los límites más terribles. El título nos puede remitir a un puñado de interdictos, pero es ella quien mejor lo representa. De hecho, en su discusión con la joven música ella deja bien en claro: «Hoy yo soy la invisible». No se trata de un rebuscado asunto lacaniano, es un drama existencial. En el palimpsesto social ella se borra y se escribe continuamente sin llegar a existir completamente.

Si algo nos enseñó la pandemia es precisamente a justipreciar el tema de la salud mental. El Gran Encierro, como se lo llamó a la obligada reclusión mundial, exacerbó todo tipo de males sicológicos. En el estado de peste (más grave que el estado de sitio o el estado de excepción) el síndrome de la depresión posparto es el basamento de una historia que capta el espíritu de estos tiempos aciagos. Nunca en la Historia el ser humano ha estado tan solo pese a cualquier acompañamiento. Javier Andrade nos lo ha recordado visibilizando todo lo escondido.

Marcelo Báez Meza

Hacer cine en Ecuador es una quijotada a contracorriente. En el auge de las plataformas de streaming y en la sobreoferta de filmes de franquicia, es realmente de soñadores el atreverse a filmar y luego comercializar una película. Estos pensamientos rondan en la mente de este crítico que vio absolutamente solo Gafas amarillas de Iván Mora Manzano. Mientras las otras salas se regodean en espectáculos comerciales como James Bond, Duna o Venom, nos llega otra muestra del cada vez más sólido cine ecuatoriano. Al contrastar los afiches a la entrada de la cadena de cines sobresale una verdad absoluta: un minuto de esas superproducciones de Hollywoodlandia financia un título del cine latinoamericano contemporáneo.
Iván Mora Manzano (Guayaquil, 1977) debutó con el corto post-apocalíptico Silencio nuclear (2002) que nos inserta en un mundo distópico posterior a la tercera guerra mundial que aniquiló a ciudades y personas y “se destruyeron también la lógica y la percepción”.
Descolló con Los estudiantes: Vida del ahorcado (2004) que adapta un fragmento de la nouvelle homónima de Pablo Palacio. En ambos filmes Mora empezó a destacar por la creación de atmósferas enrarecidas, paisajes sonoros muy particulares, a más de un virtuosismo en la sintaxis cinematográfica. Este don para el ordenamiento se nota en Crónicas y Con mi corazón en Yambo, filmes para los que fue contratado como montajista.
Este cortometraje de ocho minutos dista mucho de ser el ejercicio videográfico de un principiante. Es el trasvase de un brevísimo episodio de la novela corta de Pablo Palacio y que empieza con la frase “Al fin los chiquillos de la Universidad tuvieron una idea genial. Antes de ir a clase hicieron una mañana azul, abundante provisión de pistolas, de tal manera que para cada chiquillo había una pistola”.
La apertura de la narración nos enseña en contrapicado a los universitarios ingresando al templo de saber. Unas escaleras conducen a un frontispicio con columnas de inspiración grecorromana entregando con claridad la metáfora del ingreso al templo. Se ve al pedagogo extraer de la biblioteca un mamotreto que opera aquí como instrumento simbólico del “profesor sabio que había acabado por ponerse majadero”. Como Palacio no menciona qué asignatura imparte, el guion cinematográfico lo convierte en un maestro de lenguas clásicas que no deja de parlotear mientras los jóvenes receptan la clase de manera pasiva.
El filme retoma la idea de la viñeta narrativa del profesor que “se puso a buscar a gatas por la clase las palabras inútilmente perdidas”. Aquí se destacan los creativos efectos visuales en la escena en la que el maestro empieza a vomitar el alfabeto latino para dejar clara su verborragia. El aporte del guion se revela al final, en el momento en el que el docente recoge sus palabras caídas, las limpia de la sangre y las guarda en su maletín.
El salón de clases se convierte en el escenario para la performance colectiva en el que los jóvenes gritan al unísono: “Hemos resuelto suicidarnos en masa porque usted es un majadero”. El popular dicho “La letra con sangre entra” se manifiesta aquí visualmente al revés. Los signos salen con la sangre inocente derramada en lo que se supone debe ser el espacio de aprendizaje.
Los alumnos están vestidos a la vieja usanza (chaquetilla y corbatín de lazo) contextualizando la historia en la década en que fue publicado el libro de Palacio. El profesor parece estar dando una clase de historia según lo que ha anotado con tiza blanca en la pizarra: “Capítulo XX, máxima victoria”. La derrota parece ser clara para los educandos que en el siglo del progreso se suicidan en grupo para rebelarse contra los procesos pedagógicos. Este vencimiento se aprecia en el símbolo de la llave que aparece al principio y al final: sólo el profesor tiene el acceso al conocimiento y lo guarda perennemente en el maletín con el resto de saberes.
Las letras nunca llegan a oídos del alumnado. De hecho, el suicidio (del cual se ven los preparativos del alumnado antes de la hora de clase) es una forma de expresar que los conocimientos no pudieron ser transmitidos. Aquí radica el acierto del guion al interpretar visualmente lo que apenas sugiere el texto literario: “Y el profesor sabio, dejando de hacer gestos, se puso a buscar a gatos por la clase las palabras inútilmente perdidas”. La inutilidad del saber y de los tradicionales métodos de enseñanza quedan reflejados en la metáfora de las letras caidas. La imagen final de las llaves colgando de la pared queda como una advertencia: quienes custodian la enseñanza seguirán teniendo las llaves de acceso al conocimiento.
En menos de diez minutos, Mora Manzano ha logrado captar la atmósfera de pesadilla de la novela subjetiva, entregándonos una parábola sobre la educación castradora, la verborragia profesoral, la clase magistral que impide el desarrollo del pensamiento crítico. La aparente derrota de los muchachos es una victoria contra la soberbia y la opresión. El final recuerda a otra pequeña viñeta de Vida del ahorcado: “He perdido la medida: ya no soy un hombre: soy un muerto”.
Su interés por el documental como género hizo que nos traiga La bisabuela tiene Alzheimer (2012) que bien podría ser visto como la continuación de Silencio nuclear que termina con el siguiente epígrafe “Dedicado a la memoria cuando funciona”. Memoria audiovisual en primera persona en la que Mora Manzano une y reúne a su hija pequeña hija con su bisabuela que sufre demencia senil intentando responder la pregunta que parece planteada por Jorge Luis Borges “¿Se puede filmar cuando ocurre el olvido?”. Se trata de un ejercicio de casi una hora de duración en el que el realizador intenta capturar la ciudad donde nació. Su instrumento de captación de la urbe es su tierna hija a la que ve como una hoja en blanco que se puede llenar con recuerdos. El personaje de la bisabuela también es visto como un papel vacío que alguna vez estuvo lleno de recuerdos. Ambos personajes crean un encuentro excepcional: la infante que aún no desarrolla su memoria y la bisabuela que la ha perdido.
Pero no sólo de Palacio o de Borges vive este cineasta. El primer largometraje de Mora Manzano, Sin otoño sin primavera (2012), alude a una frase de Hermann Melville en Moby Dick que precisa que Ecuador es un país sin dos estaciones climáticas por su ubicación geográfica (“en nuestro puto invierno hace calor y en el verano tenemos lluvia”, dice Antonia, uno de los personajes de la película). Desde este título ya hay una propuesta para escarbar en el tema de la identidad. Los jóvenes de esta historia (casi todos perdidos en el mundo de las drogas y la alienación) quieren saber quiénes son en una ciudad “de cien mil habitantes y tres millones de extras”. Son de clase media guayaquileña, no tienen grandes ambiciones en la vida y son aficionados a las frases hechas, repletas de filosofía barata. El futuro nunca llega para ellos, lo cual hace más evidente el estado en que se encuentra nuestra generación.
Sin otoño, sin primavera se encaramó en la historia del cine ecuatoriano como un alarde técnico en los campos que Mora Manzano mejor domina. Banda sonora encomiable. La música punk resuena en toda la película, copando cada rincón. Los paisajes sonoros están diseñados de manera perfecta, según los ambientes que se quiere recrear. Bien construidas las atmósferas de soledad, angustia, rebeldía. Lo primario es el manejo de las perspectivas sonoras urbanas que incluyen sonidos de autos, motos, murmullo de gente y hasta los silencios que son interpolados de manera sugerente. La película abruma y desafía al espectador normal. No es de sencilla asimilación, sobre todo por la compleja armazón del relato audiovisual. Mora Manzano no se ha ido por el lado fácil. La estructura que nos presenta juega con el tiempo, contando a ratos una subtrama de manera desfasada, enseñándonos primero un flashforward de una situación y luego retrocediendo al presente.
Esa anarquía de la imaginación que pregonó Mora Manzano de la mano de Rainer Werner Fassbinder no está presente en Gafas amarillas. No hay urbe underground, no hay punk, drogas, palabras procaces. Sin otoño sin primavera debe ostentar algún récord por contener la palabra “verga” un centenar de ocasiones. Otras son las preocupaciones casi una década después.
Gafas amarillas, coproducción brasilero ecuatoriana, es un buen ejemplo de cómo hacer literatura en el cine. La historia gravita alrededor de la figura de Clara Lunares, escritora apócrifa con una biografía específica y un sinnúmero de novelas. En la película aparecen sus libros y se habla de ella como la celebridad literaria internacional que necesita el Ecuador literario. La protagonista es Julia, una especie de Alicia en el país de las pesadillas. Regresa a Ecuador después de estudiar Filología en España. No encuentra trabajo. Va a una entrevista laboral en la que sale “premiada” con el puesto de asistente de un profesor de contabilidad. Una de las actividades para la que es contratada es para borrar pizarras. Aquí aparece el fantasma del cortometraje Vida del ahorcado. El profesor tiránico está ausente del aula, pero se siente ese pesimismo tan lúgubre cuando Julia borra la tiza. Al igual que en el corto sobre el relato de Palacio hay una crítica al proceso pedagógico. No existe un proceso educativo, parece decirnos el director en ambos salones de clase.
La gran aspiración de Julia es entrar a un máster de creación literaria para volver a la madre patria. Quiere ser escritora. Una noche entra a un bar que tiene en casi todas las paredes la fotografía de Roberto Bolaño. Allí conoce a Darío, un joven poeta cartonero, como se le conoce a esa especie abundante de nuestro medio que cae en la autopublicación. El ligue le permite conocer a Ignacio, compañero de piso de Darío, que se dedica al teatro. De esta manera se arma una triangulación amorosa casi a la manera del Jules & Jim de Truffaut. Julia se apunta en el taller literario conformado por Darío y dos amigos más que se destacan más por excentricidad y no por sus valores literarios.
De esta manera queda retratada esa fauna de la que tanto escribía Roberto Bolaño: los escritores menores. Se teje así una intriga intelectual a la manera de Los detectives salvajes con la gran diferencia de transcurrir en Quito y no en México D.F. Cesárea Tinajero es aquí Clara Lunares que se convierte en la figura tutelar de estos aprendices de poeta. Al final, los personajes aparecen como si fueran inventados por esa novelista lunar, matricial, así se lo da a entender cuando Julia va a buscar a la escritora que, oh casualidad, está viviendo en la capital. Esta resolución del conflicto apunta a lo siguiente: Ecuador también es capaz de inventar una versión femenina de Marcelo Chiriboga.
Quien mejor ha reflexionado sobre este tema es Ignacio Echeverría en Las literaturas pequeñas: un debate: Por una literatura pequeña. Él plantea que escribir (filmar en este caso) desde una nación pequeña constituye una oportunidad para ensanchar la cosmovisión. La cita de Lev Tolstói tan manida de “Pinta tu aldea y pintarás el mundo” o “Describe tu aldea y serás universal” parecería ser una ilustración de esta categoría.La opción que le queda al escritor [cineasta, añado] es la de conformar sus perspectivas y sus estrategias personales a su propio país, obrando, en la medida de lo posible, por dilatar sus horizontes. Lo cual pasa, al menos, en una primera instancia, por sacar partido a la relativa pequeñez de su medio que, si por un lado limita su campo de acción, por el otro admite más fácilmente ser alterado y transformado. Gafas amarillas nos restriega una verdad insoslayable: la literatura ecuatoriana es una página en blanco que está por escribirse. Es un lienzo que aún espera ser acariciado por pinceles literarios. Ese vacío es llenado a través de una historia por lo demás imaginativa, sugerente en cada escena, en la decisión del punto de vista, en las atmósferas cromáticas y sonoras. Aquí van algunas de esas gemas en las que aparece esa actriz revelación que se llama Paloma Pierini: las escenas en la bañera en ese servicio higiénico que parece de película de terror, los paseos en bicicleta que nos llevan por las calles de un Quito no oficial, las dos veces que Julia pierde un taxi amarillo por mirar a otro lado, las gafas amarillas que permiten ver la realidad de otra manera, el cine fantasma al que van Julia e Ignacio como caracteres de la Nueva Ola, los memorables Bruno y Mafalda, aprendices de poeta del taller literario, y más que nada esa escena de la primera sesión a la que asiste Julia en la que Bruno llama a los personajes “que están fuera de cuadro” como si fueran actores de teatro.
El plan de acción que propone el crítico español está hecho para escritores, pero puede servir igual para pintores, músicos y en este caso particular, cineastas. En el caso de Mora Manzano él ha aprovechado toda la compleja riqueza de la capital ecuatoriana para reflexionar sobre el espíritu del tiempo. Aparecen calles poco transitadas, recovecos, peatonales, escalinatas… Se elude el postalismo, las tomas de monumentos y todo lo que pueda parecer city branding. De hecho, no aparece la Virgen del panecillo en las logradas tomas nocturnas de Julia escribiendo en la terraza de su apartamento. El filme de Mora Manzano termina enseñándonos que vivir en la mitad del mundo puede ser una experiencia universal que puede dilatar nuestros horizontes como espectadores. Le ha sacado amplio partido al medio ambiente capitalino captando sus recovecos y lo que representa la angustia de los jóvenes intelectuales que viven en ella. El director ha hecho exactamente lo que Echeverría pregona: no se ha evadido del medio cultural, sino que más bien ha operado dentro de su campo reducido.

El juego del bingwatching en la era post-fandom. Gore. Snuff. Slash films. Manga. Animé. Reciclaje de los juegos de supervivencia del cine gringo. De la misma cultura que nos trajo el k-pop vienen los juegos del hambre coreanos.

El juego del calamar es sólo eso, un juego ligero y de mínima cuantía audiovisual.  Lo único interesante es que ya no hay que mirar a Occidente para recibir las referencias intertextuales. Esta vez la plataforma post-capitalista de Netflix nos obliga a mirar hacia el reino del K-Pop. Mientras grupos como BTS y Black Pink reciclan la estética de la cultura pop de los años 90, los del calamar juegan a poner en el microondas cultural referencias manga y animé. Dicho a la pasada: no debe asombrarnos que una sitcom como la que nos ocupa ahora sea tan vista y comentada. El género del K-drama tiene su masa de adeptos en todas partes. Las telenovelas coreanas (también disponibles en Neflix) ya tenían sus fans antes de la pandemia.

Si bien los juegos de supervivencia tuvieron su auge en el cine norteamericano (Juegos del hambre y Saw son apenas dos botones de muestra), es Oriente quien ha buscado desarrollar más esta tendencia, sobre todo en la animación estática (manga) o móvil (animé). 

Sólo habría que ponerse a revisar los lugares comunes visuales de la serie de moda que son evidentes: la estética del gore y de las snuff movies, además de los slash films. 

El diagnóstico de este crítico apunta a esto: el modo fan está cada vez más difundido, la microvisión (más que cosmovisión del fanático) cada vez lo copa más y más desautorizando cualquier práctica cinéfila tradicional. 

Lo vigente es eso: el audiovisual lo define el fan, ese tirano de las interacciones consumistas. Se habla ya de una narrativa post-fandom que implica que todo lo que vemos está escrito en modo fan, es decir, carente de la seriedad dramatúrgica del pro. Esto se lo puede demostrar en cualquiera de las franquicias tipo Star Wars. Vemos una docena de personajes cuyas subtramas no están bien orquestadas. Se recurre a personajes estereotipados que están allí como pirotecnia. Una y otra vez se recurre a una gráfica violencia de cómic-snuff-slash que resulta un recurso agotado y agotador dentro de la trama.

El último capítulo es el que mejor ilustra ese toque de fan fiction que tiene toda la serie. Hagamos un pequeño inventario de la excesiva falta de imaginación: el enfrentamiento final entre los dos amigos de la infancia, la reaparición del viejo moribundo que resulta ser el master mind de todo el juego (verdadero truco barato de guionista), el maletín lleno de dinero que es entregado a la madre de uno de los participantes muertos, la obsesión del protagonista por regresar al juego. Todos estos artificios narrativos son válidos si los vemos desde el punto de vista de un guionista principiante. Es la estilística de cualquier franquicia: está la impronta del receptor, como si los consumidores decidieran cómo resolver cada uno de los aspectos que aparece en pantalla. 

Si la pandemia nos regaló una serie enmarcada dentro de lo clásico, como sucedió con Queen´s Gambit, la post-pandemia nos está imponiendo un producto que está más cerca del mundo zombie que nos dejó el coronavirus. Las dos están promocionadas como “las series más vistas de Netflix”, pero con toda seguridad serán destronadas en cualquiera de los futuros posibles.

Estos productos generan audiencias que operan a la manera del fan. El comentario viral (que antes se decía el «boca a boca») y la admiración hacia este tipo de narraciones audiovisuales provoca un culto amateur. Son las nuevas cinefilias. El post-cine (todos esos filmes marcados por la tecnofilia) ya no se disfruta únicamente en la pantalla de un cine. Se ha empequeñecido para caber en pequeñas pantallas donde se transmiten las series y películas de Netflix. Se agradece este gesto más que posmoderno que hace que transitemos del medio al hiper-medio. 

La figura del amateur ha ido desapareciendo para dar paso a la del fan que todo lo sabe sobre un tema específico de la cultura de masas. El mejor ejemplo de la entronización del fan es The Big Bang Theory, con personajes que durante doce temporadas se dedican a pontificar sobre todos los temas vigentes de la cultura pop contemporánea. El amateur pretendía saber sobre determinados temas. El fan domina todos los temas que saldrán a colación en cualquier red social, incluyendo la mensajería instantánea de WhatsApp. Social media es el único espacio en el que el fan puede presumir de lo que sabe: escribe, opina, corrige, aumenta, descalifica, destruye a cualquiera que aparente saber menos que él. Después de todo no hay que perder de vista que es un juego de apariencias.

Los espectadores de la era post-fandom necesitan sentirse parte de la comunidad que ve este tipo de series. Arrojados a una narrativa transmedia en la que deben saltar de una página web a otra, de TikTok a Instagram, de una serie a otra, de Facebook a Twitter, sin más mediación que la del murmullo de la pantallósfera, son los habitantes de este espacio en el que todos se creen expertos en todo y se atreven a opinar de cualquier tema. Las sub-culturas post-fandom hacen de cada producto audiovisual adorado algo personal. Internalizan cada producto de moda hasta incorporarlo a la subjetividad. Estos productos (llámense El juego del calamar o Alice in borderland) proveen a estas cofradías recursos simbólicos para administrar la cotidianidad, se convierten en eventos importantes de la biografía personal y permiten la construcción de la identidad digital.

Este es otro mal, mucho más virulento, pero con el cual tendremos que convivir para siempre: las plataformas están formateadas por el modo fan, es decir, del aficionado joven (o con alma de joven) que moldea los productos audiovisuales a su imagen y semejanza. Escribo esto un día antes del DC FanDome 2021 que se publicita con estas frases: «Manténte atento a nuestras redes para obtener más detalles». Se pide además que los fanáticos vayan haciendo bingwatching con títulos como La Liga de la Justicia, Aves de presa o El caballero de la noche. La invitación no puede ser más evidente: «Calentamiento de un DCnauta porque un verdadero fan se prepara». Eso es verdad. Se prepara como si fuera un profesional, un sabio de su área de conocimiento que es el mundo del cómic y sus productos aledaños.

GOT

Partamos de un lugar común: “El mejor cine se está haciendo en la televisión”. Habría que añadir el dato harto conocido de que la cadena norteamericana HBO es la pionera, en esta línea del telecine, con el éxito descomunal de Los sopranos(1999-2007) y ahora está saboreando la efervescencia de un serial con reyes y guerreros como protagonistas.

Vamos a otro tópico muy visitado: Juego de tronoses la serie más exitosa de todos los tiempos. Esta frase hay que diseccionarla con algunas cifras. En el año 2012 la icónica revista neoyorkina Vulture.com designó esta saga como la más venerada por los fanáticos. Esta designación decapitó nombres como los de Oprah Winfrey, Star Trek, Star Wars, Harry Potter y Twilight. En el 2013 los siguientes números fueron difundidos sin pudor: hay 5.5. millones de fans detectados en bases de datos de Internet. Un millón y medio de esos fanáticos se encuentran en Estados Unidos. Una curiosidad onomástica: Hay más de setecientos padres de familia que han bautizado a sus recién nacidos con nombres de algunos de estos personajes (el más popular es el femenino Khalissi). En el 2014 la serie entró al Libro Guinness de los Récords como el producto audiovisual más pirateado: seis millones de descargas ilegales por cada episodio. En el 2015 se convirtió en el serial más galardonado con el Emmy (el Óscar de la televisión): 12 premios se llevó la quinta temporada y hasta hubo mandatarios que salieron del clóset del poder para declarar amor incondicional a los Siete Reinos: Barack Obama y Cristina Fernández no tuvieron ningún reparo en declarar públicamente que eran parte de la fanaticada. Cifras de audiencia proporcionadas por la revista especializada Variety: 2.2 millones de televidentes la primera temporada. Se duplicó en la segunda. Llegó a 4.37 millones en la tercera y la quinta alcanzó los 7 millones. Esta sexta detecta ya 8 millones. Inclusive hay una versión porno de la serie que se titula A game of bones: Winter is cumming.

Pero, ¿cómo empezó todo? En el principio fue Canción de hielo y fuego, novela de ochocientas páginas que apareció en 1996 y enseguida se convirtió en un best seller. Luego vinieron Choque de reyes(1998), Tormenta de espadas(2000), Festín de cuervos(2005) y Danza de dragones(2011). Está en camino una sexta parte, The Winds of Winter, sin fecha cierta de publicación. Los ingredientes de las cinco mil páginas siempre sonaron a J. R. R. Tolkien: reyes, dragones, guerreros, elementos mágicos, idiomas inventados, mapas de reinos lejanos, ecos de cantares de gesta medievales… sin el sexo y la violencia extrema, claro está. Los seguidores estaban agradecidos a finales del siglo pasado que la saga literaria no pudiera ser llevada al cine. Era imposible adaptar tanto material en pocas horas de metraje. Estaba también el obstáculo de las escenas sexuales y la violencia que oscilaba entre lo gorey snuff. Sólo HBO, una estación televisiva privada, tenía la oportunidad de transmitir semejante material en prime time. Los antecedentes de la premiada Los Sopranos(con su díada temática de poder y muerte) la ponían como la única mocionada para adaptar los libros.

George R. R. Martin (New Jersey, 1947) empezó su carrera en la literatura de ciencia ficción (ganó algunos premios del género, incluyendo el Hugo). A mediados de los años setenta con una colección de cuentos fantásticos que tituló Una canción para Lya y otras historiastuvo buenas reseñas pero estuvo lejos de ser un éxito de ventas. Fue entonces cuando Martin se cambió de reino inmediatamente. A principios de los ochenta trabajó en el equipo de guionistas de The twilight zoney La Bella y la bestiacon Linda Hamilton y Ron Pearlman.

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David Benioff y D. B. Weiss de HBO convencieron al autor de poder adaptar las cinco mil páginas de la saga. Ellos son los responsables del desarrollo audiovisual de los siete reinos. Ambos han sabido captar a la perfección las dinámicas sociales de ese gran continente imaginario llamado Westeros: los matrimonios arreglados, las promesas incumplidas, las traiciones continuas… La serie incluso ha vuelto más interesantes las subtramas de personajes marginados como verdugos, amantes homosexuales, traficantes de esclavos, prostitutas y forajidos. Mientras Tolkien necesitaba de bestias fantásticas como los trolls, los Nazgul o los Uruk-Kai, Martin presenta a casi todos los personajes como monstruos dispuestos a matar y a traicionar en cualquier momento. Este catálogo razonado de animales humanos implica un conocimiento superlativo de técnicas guionísticas con puntos de giro siempre sorprendentes: los príncipes se convierten en esclavos, los caballeros no siempre protegen a mujeres y niños, un ser libre de repente es capturado, un personaje muy querido por la audiencia es víctima de una violación, una boda de larguísima preparación termina en matanza, a un noble atractivo se le amputa una parte de su cuerpo para convertirse en discapacitado, los bastardos se convierten en comandantes, un enano resulta ser el más sagaz de toda la Corte, dos hermanos cometen incesto… Y está el detalle capital de una serie televisiva en la que el espectador se enamora literalmente de personajes que luego verá morir de manera súbita. Es que el lirismo y la magia es para Tolkien; Martin es el maestro de ceremonias de un circo salvaje y no le interesa para nada ser el domador.

Hay muchas formas de leer Juego de tronos. Una es la perspectiva política. Cada capítulo es una lección sobre las diversas formas de ejercer contra el poder, la soberanía, las relaciones internacionales, la defensa del territorio y la familia. Nótese el uso de la palabra contra. La serie pulveriza todos los conceptos anteriormente consignados. Hasta lo familiar se convierte en algo que no siempre se respeta. El fantasma de Maquiavelo sonríe en cada capítulo mientras las alianzas se hacen y se deshacen. Las negociaciones despiadadas que terminan en constantes asesinatos hacen que House of cards, la serie de Netflix, parezca un juego de niños.

Otra óptica es la feminista. El personaje medular es la Madre de los Dragones, Daenerys, una esclava que se ha convertido en la Reina de Dothrak, liderando en su viudez a un pueblo en diáspora, sin territorio. Sus monstruos alados son el arma de destrucción masiva más poderosa que la distingue. Cada enemigo que encuentra a su paso la denigra por su condición femenina pero de cada conflicto ella parece salir avanti pues desafía a los enemigos patriarcales que la amenazan. Pero hay personajes femeninos de mayor o igual fortaleza. Lady Catelyn Starr domina el escenario como líder familiar tomando decisiones en contra de su hijo que quiere reinar a su manera. Arya gusta de rechazar cada rol femenino que la sociedad le quiere asignar. La enorme Brianne (una especie de Juana de Arco andrógina) da ejemplos de lealtad y valentía que ningún personaje masculino podría ostentar.

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Una tercera lectura es la ecologista. “El invierno está llegando” no es una frase gratuita. La catástrofe climática es inminente. Mientras los reyes chocan entre ellos hay fuerzas invisibles dentro de la tierra que son más que una metáfora apocalíptica.

Una cuarta perspectiva concierne a las políticas de migración y seguridad. Los Guardianes de la Noche son proscritos que se encargan de cuidar los límites de un territorio. Expulsados de la sociedad han devenido en custodios del orden del cual fueron expulsados. Hordas bárbaras acechan al igual que muertos vivientes. La alegoría parece clara: los grupos sociales tienen que ir cambiando sus estructuras porque se sienten amenazados por la naturaleza cambiante. Es la única manera que tienen de sobrevivir.

La que es quizá la última forma de leer Juego de tronoses la literaria. Adentrarse en los libros de George R. R. Martin no es cualquier cosa. Son obras que reclaman su lugar en la buena literatura y sobre todo en ese canon que está por hacerse que es la epic fantasy. Está en primera instancia el desafío lingüístico. El autor usa arcaísmos del inglés antiguo de gran elegancia pero de difícil entendimiento. Esto hace más peculiar la existencia de una cofradía de fanáticos que desde fines del siglo pasado vieron en el autor una especie de Shakespeare de la fantasía épica. Este género tan comercial se vio inyectado por nuevas estrategias narrativas a través de este inusual tratamiento del lenguaje. Inclusive formas tan antiguas como Lord, Milord, Milady se convirtieron en normales para los lectores y ahora los espectadores. Otro elemento que acerca el universo de Martin a la Edad Media es la exhaustiva descripción de los emblemas de cada casa familiar o linaje. La heráldica resulta una disciplina obligatoria para describir el estilo de vida y muerte de cada familia. Por algo las ediciones de bolsillo de cada libro tienen en su tapa un emblema animal claramente diseñado.

La sexta temporada ha comenzado después de que el autor ha sido urgido por un contrato a emprender la escritura del sexto libro, The winds of Winter. La posibilidad de filmar una película tampoco se descarta para clausurar la serie televisiva. El capítulo 1 que fue estrenado el 24 de abril pasado trajo la resurrección de un personaje que se ha convertido en el héroe en su acepción más clásica. Las diversas subtramas y la pléyade de caracteres apuntan a un solo objetivo dramático: la obtención del trono hecho de todas las espadas arrebatadas a los enemigos. Los espectadores esperarán a ver si se cumple la regla de oro que se ha instaurado desde la temporada primera: “Cuando participas en el juego de tronos ganas o mueres”. Esperemos ver quiénes sobreviven este año.

Roma

Mientras la masa no deja de opinar sobre el filme de Alfonso Cuarón, hemos decidido adentrarnos en Fellini Roma (1971) de Federico Fellini (1920-1993), en la que contemplamos a la capital de Italia a través de los ojos de un muchacho provinciano que toma uno de los tantos caminos de la memoria que conducen a la Ciudad Eterna. Al igual que muchos artistas del siglo XX, el cineasta de Rimini migró a la gran ciudad en busca de nuevos horizontes estéticos. Un caso similar es el del napolitano Paolo Sorrentino, nacido un año antes del estreno de Roma, que también captará la grande bellezzade una de las ciudades más seductoras del mundo. Fellini, como luego lo hará Sorrentino, destruye la Roma del imaginario hollywoodense hecho de peplos y sandalias, espadas y masculinos cerquillos aceitosos. El más internacional de los directores italianos (3 Óscar al mejor filme extranjero, Palma de Oro y Óscar honorífico) recibe financiamiento para rodar fuera de Italia. De manera obstinada el esposo de Giulietta Massina decide quedarse. No hay nada mejor que filmar en la ciudad en la que vives y amas, según su razonamiento.

Con la advertencia inicial, en voz del propio Fellini, de que se nos va a narrar una historia en la que no necesariamente hay una ilación (aunque sí la hay), asistimos a la recuperación de la gran urbe, que no necesariamente es un retrato fidedigno de la misma.

Señoras y señores. Buenas noches. La película que van a presenciar no tiene un argumento en el sentido tradicional, con una trama clara y con personajes que se puedan seguir de principio a fin. La película cuenta otro tipo de historia: la historia de una ciudad. Aquí he intentado hacer un retrato de Roma. Cuando yo era my pequeño y todavía no la había visto, puesto que vivía en una pequeña ciudad de provincias del norte de Italia, Roma, para mí, era solo una mezcla de extrañas imágenes contradictorias.

Fellini finge ignorar que una ciudad también puede ser un personaje y el retrato que hace de Roma tiene su personalísimo toque onírico, en el que el pasado y el presente de la urbe se funden en una especie de segunda fundación. La voz intermitente de Fellini configura un tono de docuficción, que a principios de los años setenta del siglo pasado hizo que el espectador azorado se preguntara donde acababa el documental y empezaba la ficción.

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El realizador de Casanova destruye con sus “extrañas imágenes contradictorias” la postal turística y el cine de gladiadores, se deshace de la loba y las vestales, pulveriza la percepción tradicional que tenemos de la gran urbi et orbis. Para destruirla a veces usa un alter ego como el del novelista norteamericano Gore Vidal que tiene un cameoen el filme sólo para responder a la pregunta ¿Por qué habría de vivir un escritor en Roma?:

Antes que nada, me gustan los romanos. No les importas si vives o mueres. Son neutrales como los gatos. Roma es la ciudad de la ilusión. No por casualidad contiene la iglesia, el gobierno y el cine. Cada una produce ilusiones como les gusta y como me gusta. Estamos acercándonos cada vez más al fin del mundo porque hay demasiada gente, muchos carros y veneno. ¿Y qué mejor ciudad que hacerlo que en Roma que ha renacido una y otra vez tan a menudo? ¿Qué otro lugar podría ser más tranquilo para esperar el fin de la polución y la sobrepoblación? Es la ciudad ideal para esperar la visión de si esto termina o no.

Esta es la perspectiva que va a preponderar: la fascinación apocalíptica con la que un migrante contempla una urbe de la que tanto ha oído hablar. Es también uno de los tres ejercicios de metacine en los que el director se incluye como figura omnipotente: Blocknotes di un regista(1969), I clowns(1970) y Roma(1972), únicos títulos en los que aparece Fellini como una especie de supranarrador. Con esta trilogía Fellini se adelanta a los experimentos metatextuales de Orson Welles (F for Fake), Woody Allen (Zelig, Stardust memories) y Peter Weir (The Truman Show) que tienen como eje al creador encerrado en su propia creación. Nada mal para un director italiano de la posguerra que empezó como caricaturista para un semanario, co-guionista de Rosellini y empezó a dirigir cine desmarcándose de sus contemporáneos Michelangelo Antonioni y Luchino Visconti con un estilo al que llamaremos metarrealista.

Según Italo Calvino, en el prólogo que hizo para el libro Cuatro filmes (reeditado después en Hacer cine) de Federico Fellini, «lo que tantas veces se ha definido como el barroquismo de este cineasta italiano reside en su constante de forzar la imagen fotográfica en la dirección que del caricaturista lleva al visionario» (p 26). Y esto es precisamente lo que sostiene Romay otros títulos del mismo director: la capacidad que tiene para generar visiones enmarcadas en una épica de lo lírico, es decir, grandiosas imágenes cotidianas con un gran sentido de poesía que desborda los límites que ofrece el lenguaje cinematográfico.

Las visiones felinianas que se van presentando de manera tan alucinada (recordemos la estatua que va colgada de un helicóptero en la apertura de La dolce vita) dan cuenta de un poeta que tiene cientos de intuiciones visuales que plasma con gran plasticidad en la pantalla, sin dejar de sorprender a cada momento al espectador.

Y como bien lo dice Calvino la visión se tiñe de un afán caricaturesco cuando utiliza las armas del humor, más afiladas que de costumbre en Roma, sobre todo en la lograda escena del desfile de modas eclesiástico. Se trata de una contemplación por lo demás espectacular (en el sentido de espectáculo). Uno a uno van desfilando los modelos (obispos, monseñores, monaguillos, monjas, novicias) presentado el último “alarido” de la moda religiosa. No es la primera vez que Fellini toca el tema. Recordemos la monja enana que tranquiliza al loco trepado al árbol en Amarcordo el ancianísimo monseñor que habla de los pájaros enOcho y medio.La pasarella eclesiástica ya ha pasado a la historia del cine como una liturgia en la que la vestimenta del clero es expuesta como si fuera la creación de un Yves Saint Laurent. La música circense de Nino Rota (quien hizo la música de todos sus filmes), más la atmósfera llena de humo de incienso, acentúan la farsa visual en la que los “modelos” tienen su propia coreografía. El desfile tiene personajes inolvidables como los sacerdotes en patines o las monjas con enormes cofias aladas que se mueven al son de la música de sainete. El clímax del pret-a-portermuestra diversos modelos de capas pontificiales con el claro mensaje de que la ropa es más importante que quien la lleva.

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Calvino pondera la excelencia de la reconstrucción de la época fascista en este filme, afirmando que el cineasta italiano «siempre pone los uniformes justos y el clima sicológico de los años que está representando», lo cual es el mejor cumplido que se le puede endilgar a cualquier artista, no sólo a un cineasta. Calvino nos recuerda que “la fidelidad a lo verdadero no debería ser un criterio de un juicio estético y, sin embargo, al ver las películas de los jóvenes cineastas a los que les gusta reconstruir la época fascista indirectamente, no puedo dejar de sufrir” (p. 28). El autor de Si una noche de invierno un viajeropondera tanto la recreación de este tipo de atmósferas recordándonos que hasta el ruido de la sirena anti-aérea puede escucharse en la famosa escena del teatro Barafonda que analizaremos más adelante. Se da así el triunfo estético del director de La strada: lograr la recreación de una época, e impedir que su Roma se pierda en la telaraña de las percepciones comunes. Como bien lo dice el mismo cineasta en su libro Hacer una película (Buenos Aires, Libros Perfil, 1998):

Si se las mira bien, las aristócratas romanas son iguales a las porteras. Y si se pasa por alto la ostentación del dialecto, el tipo de conversación es la misma en el plebeyo y en el aristócrata. Se tiene la sensación de estar dando vueltas en un cementario de muertos que no saben que lo están. El sentimiento que se experimenta entre ellos es el de la incomodidad: no saben de qué hablar, hacen preguntas mortificantes, no leen. La ignorancia es entendida como un derecho. Estos aristócratas, en general, son gente que no ha viajado nunca.

Ese es el gran mérito del filme: el haber captado con sabiduría esa ignorancia que vive entre los renglones citadinos. Fellini trata por igual a la prostituta y al cardenal, al pobre o al rico, no importa la procedencia social. Él los retratará de la manera más auténtica y profunda, en su más atractiva ignorancia, como si hubieran nacido para estar dentro de una narración felliniana.

Esta voluntad de realidad se ve evidenciada en la escena de la excavación (después de todo el filme está escarbando en la memoria de una urbe). El equipo de producción del filme encuentra una especie de puerta rojiza subterránea que parecería ser un símbolo del acceso hacia otro mundo. “Ahora sabemos que hay un gran espacio detrás”, dice uno de los miembros del equipo pensando en hallar una catacumba. Lo que no intuyen es lo que está a punto de ser develado. Un inmenso taladro perfora las paredes de la caverna y revela una cámara subterránea de una antigua villa con una serie de frescos que ironizan sobre la historia de Roma. Es como si los héroes míticos del siglo V (o anteriores) hubiesen estado esperando a los romanos del siglo XX. La cámara repasa las imágenes coloridas mientras los azorados trabajadores celebran el descubrimiento. Al principio los obreros, con las linternas en sus cascos, están felices de haberse adelantado a los arqueólogos, pero la contrariedad los invade cuando el aire del exterior entra inmisericorde y empieza a borrar uno por uno cada fresco. La forma en que el oxígeno desvanece los nítidos colores ilustra la tragedia del presente y el pasado que no pueden encontrarse más que en una momentánea mímesis pictórica destinada a la borradura.

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Como en muchos de sus filmes, Fellini interroga en este tipo de escenas al dispositivo mismo del cine y cuestiona sus procedimientos de captación de la realidad. Él mismo aparece en cuadro (en la escena de la grúa cinematográfica) cuestionado por uno de los extras que le pregunta cuál es la Roma que quiere captar y le propone que debería hurgar en los personajes marginales. Fellini responde sibilino: “Esa no es la única Roma. Creo que una persona debe ser fiel a su propia naturaleza”. El solo hecho de tener dentro de la narración al director dando órdenes y atendiendo reclamos estéticos es de por sí una estrategia pirandelliana. No son sólo los personajes en busca de su autor, es la ciudad en busca de su cineasta. Esto queda claro el momento en el que el personaje-director le pregunta a los operadores que están en la grúa qué parte de la ciudad están captando. Una de las respuestas que recibe desde arriba es “gente en las calles camino a su trabajo”. Dos de los extras se burlan desde abajo: “No es Roma si vemos a gente trabajando” o “Estás tan en lo alto que estás viendo otra ciudad”. Otro masculla con cierto pesimismo: “La verdadera Roma ha desaparecido”. Las aparentemente inocentes observaciones son postulados de suprarrealidad en los que el autor se erige como un demiurgo juguetón dispuesto a una refundación total de su urbe.

El ejercicio de metacine está a flor de pantalla en esta vistosa reflexión sobre los límites de la representación y la naturaleza de la imagen. Podemos caer en el lirismo de suspirar por la fugacidad de la vida, el rol limitado de la mímesis o citar el trillado ars brevis vita longa, pero bastará con señalar la obsesión de Fellini por los contornos de la imago como fuente de vida y memoria. Para él recordar es filmar, y rodar es la puesta en escena onírica de una serie de vivencias en la que los personajes no parecen tener plena conciencia de estar en un recuerdo.

Cuando se nos muestra un show de variedades del teatro Barafonda a inicios de la segunda guerra mundial, estamos ante algo representado (¿recreado?) con tanta perfección, que –no importa que esto suene a lugar común–es como si estuviéramos ahí. El interior del teatro se convierte en una especie de iglesia donde lo popular inunda el ambiente hasta elevarse a la categoría de sagrado. El escenario es como el altar donde toman el micrófono todo tipo de aficionados: desde un stand upde la commediaitaliana hasta un trío equivalente a las hermanas Mendoza Suasti. El maestro de ceremonias es como el cura que oficia la misa. La orquesta es casi el corifeo que expresa el sentir de la comunidad. Lo mejor de la escena es la la interacción no sólo del público con el “artista” de turno, sino del público con el público, cómo la butaca se convierte en un pretexto para departir con el otro, incordiarlo, embromarlo, en una suerte de taberna sin alcohol o un estadio sin partido de fútbol. El vaudeville es un espectáculo en el que no importa el espectáculo. Todos hacen caso omiso de lo que pasa en el escenario. Más importante es lo que sucede abajo. Espectadores que se gritan, pelean, escupen o tiran objetos. Cada uno es más mordaz que otro criticando el espectáculo del cual forman parte. “Aquí tenemos el moderno concepto del espectáculo de variedades:”, dice uno definiendo casi todo el cine felliniano, “una mezcla de circo máximo y burdel”. Habría que añadir el inconfundible aire operático de esta memorable viñeta que es el teatro de la Barafonda dentro de la película.

Esto es algo que el director italiano logró perfeccionar de película a película. Su distintiva puesta en escena era de una superlativa “imaginatividad” que podemos señalar que estar ante un filme de Federico Fellini es ver cómo se ha hecho un espectáculo de la vida y de la vida un espectáculo. Pese a la supuesta falta de ilación denunciada al principio por el mismo cineasta tenemos muy claro el recorrido autobiográfico: primero aparece el niño pueblerino, luego el joven que migra a la ciudad hasta llegar al artista adulto que captura la ciudad conquistada a través de una retahíla de viñetas. En la conclusión de la cinta, una serie de travellings desde el punto de vista de unos motociclistas auscultan el paisaje urbano y monumentos paradigmáticos como el coliseo o el castello de Sant´ Angelo. La Ciudad Eterna está a oscuras y solamente los faros de las motocicletas iluminan la madrugada. Antes del fundido final vemos que el viaje continúa, oímos a las motos que no cesan de rugir. La urbe no deja de ser escrutada pese a que el filme ha concluido. Roma ha resultado ser un enorme estudio de sonido en el que la misma ciudad es tratada como un elemento más que debe ser sonorizado. Muy conocida es la tendencia histórica del cine italiano del crear cada sonido en estudio, incluyendo la técnica del doppiaggioque implica doblar a los actores en una proceso de post-sincronización. Si casi todas las escenas del filme transcurren dentro de los estudios de Cinecittá tenemos que la construcción visual y sonora de la urbe resulta una proeza artística hecha a puerta cerrada.

Con esto sólo queda por decir que lo realizado por Alfonso Cuarón en 2018 no dista mucho de lo ya dictaminado por Fellini en 1972. En ambos casos hay una obsesión documentalista por recuperar la infancia perdida (“todos los romanos viven en una niñez perpetua”, señala el cineasta enHacer un filme) aunque los estilos sean distintos. Fellini Romaligará para siempre la identidad de un gran artista con la ciudad milenaria. Alea jacta est.

 

 

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Eyes wide shut (1999) se la recordará siempre por varias razones, pero hay una que prevalecerá. Se trata de un complejo estudio de las relaciones matrimoniales, una reflexión sobre la vida, la muerte, los celos y otros dominios. El hecho de estar en el Libro Guinness de los Récords como el rodaje más extenso (400 días, ¿400 golpes?) queda en lo anecdótico. La úlcera de Tom Cruise. Nicole Kidman recibiendo la orden de no contarle nada a su esposo en los días en que filma un flashback erótico con otro hombre. La dirección de arte que tiene que reconstruir tal cual el departamento de Nueva York en el que vivía Kubrick con su esposa Christiane en los años sesenta. Todo queda en la chismografía del post-cine.

Basada en Traumnovelle (Relato soñado) de Arthur Schnitzler (1862-1931), la película de Stanley Kubrick (1928-1999) es un proyecto abrazado por el cineasta desde antes de Barry Lindon (1975). El libro, conocido en inglés como Dream Novella, absorbe la premisa de vida real versus vida soñada, la vida sedentaria del matrimonio tradicional versus la vida nómada de la poligamia. Narración lineal con voz en tercera persona, omnisciente, sigue los pasos de Fridolin (Bill en la película) en su viaje al final de la noche. En casa espera Albertine (Alice en el filme) como una especie de Penélope vienesa. La película sigue fielmente la estructura de Schnitzler respetando escenas enteras y a menudo parlamentos. Cambia Viena por Nueva York. Lo que no se modifica es la tensión que provoca los celos, la posibilidad de perder al ser amado por estar en brazos de otro u otra, la entrega a la cópula indiscriminada, la ensoñación por un extraño, el abandono imaginario del ser amado por un affaire que es más imaginario aún, el eros como una mascarada, el flirteo, la pasión secreta inspirada por alguien cercano… Todo está en el original literario puesto al servicio de la reinvención del director de Dr. Strangelove.

El prólogo que el guionista Frederick Raphael (Chicago, 1931) escribe para la edición de Penguin 20th century classics (editada en julio de 1999) no nombra en absoluto a la película de Kubrick más todo el proceso largo y accidentado de adaptar la novela. En el prefacio Raphael parece desahogarse de todo aquello que Kubrick le impidió decir en el guion, más que nada lo concerniente a la condición judía.

Schnitzler murió en 1931 en pleno apogeo del nacional socialismo marcado por el terrible cartel de “basura judía” que Hitler le puso a su escritura. Con sus obras de teatro y narraciones, fue el escritor que mejor capturó la atmósfera libertina y sofisticada de la Viena de entresiglos. Nada de esto se compara al interés del escritor austriaco por la sicología individual por encima de la sicología de masas. Freud solía referirse a él como su doppelganger, ya que sus escritos no sólo que se adelantaron a los del psicoanálisis, sino que de una forma u otra eran ilustraciones teatrales o narrativas del aparataje conceptual psiconalítico. Basta con el ejemplo de La Ronda (1900), que muestra a una serie de parejas encontrándose o desencontrándose antes o después de hacer el amor. Esta obra de teatro fue vetada de por vida y sólo repuesta después de muerto el autor. Max Ophuls le dedicó la más memorable adaptación en el filme del mismo nombre de 1950.

eyes-wide-shut-2Adentrémonos ahora en el mundo de pocas luces y muchas sombras de Eyes Wide Shut. Tal y como lo cuenta Raphael en su libro Eyes Wide Open (New York, Ballantine, 1999) que usaremos estrictamente para este artículo, el proceso fue accidentado. Al principio no fue contactado directamente por Kubrick. Se acercaron emisarios misteriosos que le preguntaron en 1997 si estaba trabajando en algún guion. Luego los asistentes de Kubrick se aproximaron a Raphael a través del agente del guionista y firmaron el contrato. La cláusula que más llama la atención es la de la total exclusividad del escritor. Raphael, un novelista profesional, ganador de un Oscar por el guion de Darling (1965) de John Schlesinger, fue prohibido inclusive de escribir (mientras durara el proceso) reseñas literarias para periódicos. La más dura condición fue la duración del contrato, ya que es bien sabido que el director gusta de negarle libertad a sus colaboradores: “Parece que más le gusta que lo mejoren (intelectualmente hablando) o que compartan su soledad”. El contrato con Frederic Raphael fue de tiempo indefinido. En otras palabras, el guionista era liberado apenas entregara el último borrador.

La misteriosa forma en que el director neoyorkino se acercó al escritor apenas empezaba. Le mandó fotocopiada una novela sin el nombre del autor y sin su título. El escritor reconoció (no inmediatamente) el estilo de Schnitzler y así se lo dijo en la primera reunión que tuvo con su jefe al cual describirá con exactitud de la siguiente manera: “He is, I began to suspect, a movie director who happens to be a genius rather than a genius who happens to be a movie director”. La gran revelación del libretista es aquella en la que describe al genio como “alguien que no sabe exactamente lo que quiere, pero sabe lo que no quiere”. El escritor para Kubrick se convierte en un complemento creativo: “El cineasta virtualmente carece de ideas. Es como Diaghilev con Cocteau: quiere ser sorprendido por la alegría”. Después de la reunión preliminar el novelista no duda en decirle a su esposa: “Es más un productor que un director”.

Es entonces cuando las sesiones de trabajo empiezan a ser maratónicas. Hay un récord de diez horas seguidas hablando por teléfono. El gran obstáculo que al principio encuentra el escritor es la introversión del realizador que busca en su guionista una brújula narrativa. Raphael detecta desde los primeros meses de trabajo algo de lo que alguna gente que trabajó con Kubrick le criticó: “No debo tener expectativas de gratitud o de una genuina colaboración”. Para el director de Odisea 2001 el escritor es un medio, un instrumento, alguien que sigue órdenes. Una perla muy oscura se lee en el testimonio de Eyes Wide Open: “Los directores son a menudo impunes asesinos en serie que se apropian del crédito de los escritores a los que trata como descartables o mejorables, según el parecer de ellos”. Como el tema del libro es Kubrick, se entiende que hacia él básicamente apuntan esos dardos.

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En lo referente al erotismo, el cineasta es un ser curioso. Le pregunta a quemarropa a su guionista (que responderá negativamente) si le ha sido fiel a su esposa, si se ha ido de putas o si ha estado en una orgía. Le pide que estudie los desnudos del pintor vienés Egon Schiele o del fotógrafo australiano-alemán Helmut Newton. El escritor obedece a regañadientes pues tiene su propia visión de lo que será el eros en su historia. La sociedad secreta que fomenta encuentros sexuales colectivos será un eje importante en el segundo acto del filme Eyes Wide Shut. Para esto el guionista recibe la tarea de investigar sobre la orgía en la antigua Roma y termina encontrándose unos documentos del FBI que hablan de cómo los Kennedy desarrollaron una hermandad sexual llamada en privado The Free, con reuniones clandestinas, tal y como se narra en el filme de 1999. El resultado es una serie de descripciones tan detalladas que dejan pasmado al realizador que se supone que es un individuo difícil de impresionar.

La mecánica de trabajo fue rigurosa, según lo demuestra el libro que tiene una mixtura de novela, diario y guion literario. El guionista presenta avances, siempre a través de faxes. Entrega un primer “trayler” de cuarenta páginas que entusiasma al narrador audiovisual. Se trata de una narración muy literaria (“make it like a novel, not a Hollywood script”), muy cercana a la estructura del tratamiento cinematográfico. Luego de la gran viada inicial irá presentando una veintena de páginas semanales. Al terminar el primer draft al cabo de algunos meses de grandes esfuerzos, Raphael comete el error de mandarlo a su agente. Kubrick estalla en furia epistolar. Se siente traicionado. Un hombre tan reservado, y que le pide a sus colaboradores un sepulcral silencio, experimenta una supuesta deslealtad. El escritor le dice que es un procedimiento completamente normal en el que él ha incurrido. Cada vez que termina un primer borrador, se lo manda a su agente para que proceda a hacer el primer cobro. El cineasta no es territorialista, él es el territorio. De hecho, se siente incómodo cuando el libretista le dice que quiere garantías para que su nombre aparezca en la pantalla como autor del guion y le comunica que tienen que seguirse a rajatabla los procedimientos del SAG o Screenwriters Guild of America que es el gremio de guionistas de los Estados Unidos.

Salvado el primer malentendido la relación empieza a fluir. Kubrick quiere tener control de todo: desde el nombre de los personajes hasta la forma en que huelen (así se lo pide al novelista). Raphael no se somete. Lleva la iniciativa en todos los aspectos del guion, pero siente en todo momento esa aprehensión del director “que teme que la historia se le escape”.

El sabor final es agridulce. Raphael detecta celos hacia su poder fabulador: “los directores no pueden creer que haya gente a las que se les dé mejor el inventar cosas y no robarlas. Eso puede afectar sus sentimientos de omnipotencia”. Y no ve sincero el aprecio que el cineasta dice tener hacia sus obras que no son guiones. Los halagos son, “sospecho, un sustituto para darme confianza en la película que estoy trabajando con él. La alabanza a mi literatura es para compensar mi expulsión del corazón creativo del filme”.

Esta experiencia no le ocurrió solamente a Raphael. Con Vladimir Nabokov la separación fue realmente brutal. Kubrick compró los derechos de Lolita (libro, 1955; filme, 1962) y únicamente aceptó un borrador. Mientras el ruso se empecinaba en reescribir, el cineasta ya había contratado a otro guionista. El resultado de este rechazo es esa joya llamada Lolita, a screenplay (1974) que resulta una versión expandida de la novela original y da luz sobre aspectos que están ausentes tanto en el original literario como en su adaptación cinematográfica, es el triunfo de un literato sobre el cine ya que usa la forma del guion para crear otro texto de gran riqueza.

Lo importante es que Raphael tiene las cosas claras: “Él está totalmente indiferente hacia lo que extraigo de Schnitzler o las palabras con las que mis páginas puedan contribuir”. El libretista sabe que lo está haciendo es “una huella digital para la puesta en escena y la fotografía (…) Todo lo que él requiere de mí es un texto que pueda ser audible y visible”.

A Kubrick le molesta la visión del novelista que desea ofrecerle una historia acabada. Le gusta lo no terminado, aquello que carece de forma para él darle uniformidad en la puesta en escena. En este aspecto choca con el escritor que ha contratado porque es un veterano de las letras que sobrepasa los sesenta años de edad. Hay un afán de perfeccionismo, de darle una obra redonda por parte del libretista oriundo de Chicago. El autor cita a Joseph Mankiewicz que decía que “un buen script, en cierto sentido, ya ha sido dirigido en el momento de ser escrito”.

El problema es que Kubrick no quiere recibir órdenes sobre cómo dirigir, le interesa que todo esté bosquejado en el guion, no quiere derroteros que se verá obligado a seguir, quiere ganar tiempo (al menos en la elaboración del guion), cosa rara en él que se demora casi una década entre un filme y otro. Lo que ansía es un borrador que le permita hacer lo que le venga en gana cuando esté rodando, y no olvidemos que el director nunca respetaba los calendarios. Se tomaba su tiempo reescribiendo el guion de rodaje una y otra vez, entregando nuevos diálogos o escenas apenas unas horas antes de empezar una jornada de rodaje.

El clímax de la memoria novelada de Raphael es el momento en el que el cineasta lo cita en su mansión perdida en la campiña y le entrega el guion final. Le pide que lo lea y que le haga todas las anotaciones que sean necesarias. Al guionista no le incomoda el secretismo de la situación, la forma en que lo ha recibido el director y lo ha dejado encerrado como si su guion estuviera en peligro de ser robado. Como sabe que demorará algunas horas en la corrección del last draft o borrador final, Kubrick le deja los números de teléfono en los que estará en las diversas horas del día. Raphael tiene la orden de llamarlo apenas le ponga punto final.

A medida que va leyendo, Frederick Raphael constata cómo su perfecta y acabada obra literaria se ha convertido en un funcional guion literario, es decir, sus dos años de adaptación de la obra de Schnitzler se han convertido en un centenar de páginas con un encabezado de escena, instrucciones de iluminación y diálogos concisos. Lo estético se ha convertido en algo técnico. El libretista se siente traicionado completamente pero no le comenta nada a su jefe. Lo único que hace es anotar en su diario: “Kubrick ha conservado alguna de mis ideas y parlamentos, pero a menudo las ha reemplazado con banalidades. No estoy ni contento ni descontento”, dice como si estuviera intentando convencerse a sí mismo de algo que lo rebasa. “Kubrick se ha tragado todos mis borradores, los ha digerido y los ha vomitado en lo que estoy leyendo ahora” (con esta última declaración no está mintiendo).

La venganza no se hace esperar: el aún guionista del filme le hace todas las correcciones posibles al guion literario, más que nada en los diálogos que constituyen uno de los fuertes de Raphael. Como recompensa recibe un medio abrazo, aunque “el mundo del espectáculo esté lleno de abrazos de oso que dejan marcas de dientes, Kubrick nunca ha sido tan efusivo como lo es ahora. Es la primera vez que me ha dado más que un apretón de manos (…) La primera vez que sentí más afecto que aprehensión”.

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Gracias a ese final aparentemente afectuoso, Raphael se sintió merecedor de recibir una invitación para estar en el set de Eyes Wide Shut en Pinewood Studios, pero se quedó sentado esperando. Una de las pocas personas a las que sí permitieron el acceso fue a Paul Thomas Anderson quien deseaba entrevistarse con Tom Cruise para ofrecerle un rol en el filme Magnolia. Quizá Raphael no sintió el mismo ataque de desvaloración que sufrieron Matthew Modine después del rodaje de Full Metal Jacket o Malcom McDowell después de protagonizar An Orange Clockwork (los ilusos pensaron, quizá por su juventud, que iban a seguir siendo amigos después de la última toma).

Aquí es importante citar la fábula de la rana y el escorpión que fue popularizada por Orson Welles en Mr. Arkadin (1955). Pero hay que citarla por partida doble tal y como lo hace Raphael en su bitácora. La primera versión dice que el escritor es el sapo y el director es el escorpión. El director no sabe nadar y le pide al escritor que le ayude a cruzar el arroyo. El escritor le contesta: “Cuando te lleve al otro lado, me botarás y reclamarás todo el crédito”. El director y su contrarréplica: “Sé que eso suele pasar con los directores, pero puedes confiar en mí. Sólo necesito llegar a la otra orilla”. Cuando llega al otro lado, el director se deshace del guionista y se lleva todo el crédito. La segunda versión, siempre según Raphael, cuenta que a la mitad de la corriente el escritor lo bota y mientras se ahoga el director dice: “¿Por qué hiciste eso? Te prometí que sería honesto contigo”. A lo que el guionista le contesta: “Lo sé, pero es que acabo de leer el primer borrador”.

Esta última versión sería imposible en el mundo Kubrick, pero la primera («me botarás maldito director y reclamarás todo el crédito») es la que prima en la visión del guionista de Eyes Wide Shut que sólo supo el título del filme hasta que vio estrenado el trayler. El miedo constante a ser expulsado de ese mundo. El no reconocimiento. La invisiblidad a la que es sometido un guionista que de paso es un novelista profesional. Queda así registrado el testimonio de un privilegiado que supo estar en el canto de cisne de un grandísimo cineasta. Kubrick murió dos semanas después de terminado el primer corte del filme. El libretista puede enorgullecerse de haber trabajado tan de cerca con el introvertido genio. La frase final de su libro significa no aceptar la realidad de la extinción:  “Los inmortales también suelen morir”.

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